sábado, 21 de diciembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA NAVIDAD ES UN CANDADO





Querida Mariana: ¿vos pensás alguna vez en los candados? ¿Pensás en la navidad como un enorme candado?
El diccionario dice que el candado es un chunche que sirve para “asegurar puertas, ventanas, tapas de cofres, maletas y un largo etcétera”. Claro, como casi todas las cosas en la vida, el candado necesita un par de argollas para que funcione como tal. Mientras el candado está sobre la mesa para nada sirve. Es necesario que el candado se abra y luego se cierre alrededor de un par de argollas para que cumpla con su función de “asegurador”. Aún cuando esto es relativo, porque a las tres de la mañana un delincuente, con auxilio de una segueta, corta de tajo la vocación del candado.
Esto del candado parece una cosa intrascendente, pero no lo es. Hubo un tiempo en que bastó una cerradura para asegurar el negocio. En los años cincuenta, en Comitán (como en cualquier ciudad del mundo), bastaba “emparejar” las dos puertas del negocio y echar llave. Luego, con el aumento de la delincuencia, fue necesario colocar dos o tres cerraduras a la puerta. La tía Chabe decía “si van a robar ¡que les cueste trabajo!”. Conforme los índices de delincuencia aumentaron fue preciso llamar a un herrero para que agregara dos o tres pares de argollas que permitieran asegurar dos o tres candados (mientras más grandes y fuertes ¡mejor!).
Francoise (quien es un franchute avecindado en San Cristóbal de Las Casas) cuenta que en París hay un puente que se llama Pont des Arts (más bien debería llamarse el Puente de los amantes). Francoise dice que en algún momento a alguna pareja de amantes se le ocurrió sellar su pacto de amor cerrando un candado en uno de los barandales laterales. ¡El mito creció! Cuenta que ahora son miles y miles de candados asegurados en esos barandales. Francoise dice que es una pena que esos candados no sean campanitas porque sería hermoso cruzar ese puente sobre el río Sena y oír el tañer de miles de campanas. Pero, continúa Francoise, si el caminante pone atención escucha miles de historias que salen de esos candados.
A veces, sobre todo en esta temporada, pienso que la navidad es como un candado asegurado en el Pont des Arts que todos llevamos en el corazón. Porque el candado asegura que al delincuente le cueste trabajo entrar al local donde el comerciante vende celulares y Ipads; pero, también tiene la cualidad de apresar. El otro día todo mundo vio en la televisión la imagen del niño que durante tres años estuvo encerrado en un cuarto. Su mamá (enfermera) lo encadenaba a una de las patas de la cama. Para asegurarse que el niño no escapara, la mamá (obvio) aseguraba la cadena con un enorme candado.
La navidad, niña bonita, es un candado que nos asegura y nos encadena. Magú, genial caricaturista, tiene una serie de cartones donde el pavo (guajolote) es el principal protagonista. Con su humor característico, Magú nos refriega en la cara el lado oscuro de la navidad. Es decir, no todo es hojuela con miel. El pavo reniega de esta temporada donde lo pasan a joder. Si estas fábulas geniales de Magú las trasladamos a la realidad encontramos que la navidad es una etapa que, si bien fomenta la unión familiar, también pasa a joder otros segmentos de la sociedad. En esta temporada es cuando es más jodido ser jodido. ¿Qué hace el albañil cuando se entera que sus tres hijitos pidieron a Santa muñecas y bicicletas? Este albañil se debe sentir como el pavo de la caricatura de Magú.
En esta temporada (¡Dios mío!) tenemos que soportar los villancicos que nos avientan como cubetadas de agua helada. El padre Carlos odiaba esa cancioncita de “los peces beben y beben y vuelven a beber…”. ¿Sabés por qué beben los peces? ¡Por ver a Dios nacer! Pucha, es el mejor pretexto que inventó el hombre para beber. Y por esto, entonces, ahí tenés a miles de comitecos y tuxtlecos y turulos y coletos bebiendo sólo por ver “a Dios nacido”. Y parece que los miles de bolos se tiran plancha porque lo único que alcanzan a ver es a Lucifer metido en sus estómagos al otro día que padecen una cruda que no se la quitan ni con un buen cocido acompañado con chile siete caldos, ni con diez micheladas bien frías.
¡La navidad es un candado! La navidad actual nos encadena al tobogán consumista y a la avalancha de los excesos de todo tipo. Bueno, con decir que hasta de rezos quedamos hasta la coronilla. Yo no sé cómo Jesús pichito puede dormir con tanta tricazón y con tanta luz de bengala.
¿Y qué decís de los ponches con piquete? Yo, como Bora, respeto todas las ideologías y todos los modos de ser, pero no sé cómo a la gente le gusta tomar ponche de piña con pedazos de pan marquezote remojado. Llega el momento en que el pan se deshace y la infusión se convierte en un agua pastosa. ¿Los jóvenes se burlan de los viejos porque comen el pan “shopeadito”? Bueno, ni se preocupen, en esta temporada se convertirán en viejos a la hora de tomar ponche. A mí me parece más digno el ponche de frutas que preparan en el centro de México. Pero, bueno, en gustos se rompen géneros y piñatas. Porque no hay posada que pueda llamarse tal si carece de un buen par de piñatas para romper. Los niños y jóvenes disfrutan las piñatas. Tal vez ahora es mejor que ya no existan piñatas hechas con cántaros de barro. Recuerdo (ingrato recuerdo) una posada en que hicimos la rueda en torno a una piñata suspendida en un lazo detenido de dos pilares del patio de la casa de Ramiro. Todo era algarabía, a una niña que levantaba el dedito, la tía Romelia la jaló al centro del patio, le colocó un pañuelo como venda en los ojos, le dio un palo de escoba y comenzó a darle vueltas, unas para la izquierda, otras para la derecha. Todo mundo expectante, risueño. Una vez que la niña de vestido rosa y calcetas blancas estuvo mareada. La tía Romelia la colocó frente a la piñata y comenzó a dar palmadas con sus manos y a gritar: “dale, dale, dale, no pierdas el tino”. Todos hicimos lo mismo. Mis amigos estaban con el pie izquierdo adelantado, como si fuesen corredores de los cien metros en pista olímpica. La niña comenzó a dar palos de ciego contra el aire. Un hombre, detrás del poste, jalaba la cuerda y elevaba la piñata para que ésta no fuese golpeada por la niña. Yo, mi niña bonita, pensé que era una crueldad lo que los adultos hacían y los niños no nos percatábamos. Sentí pena por la niña. Había levantado el dedito, era cierto, nadie la había obligado a tal tormento. La habían vendado de los ojos; le habían dado vueltas una y otra vez hasta marearla; había caminado de manera torpe, como en cubierta de barco a mitad de un huracán; y, ahora, la engañaban, porque, sin ella saberlo, le movían la piñata. ¿Era este un juego honesto? ¡No, no lo era! ¿Por qué los adultos le hacían esto a la niña? Luego, muchos años después, entendí que esos son los juegos de la vida. Pero nadie, nadie de los que estaban a mi lado, se dieron cuenta de esto que te cuento. Todo mundo reía, palmeaba y gritaba eso de “no pierdas el tino”. Hubo un instante (siempre es así) en que el hombrejalacuerda se equivocó y la niña logró darle un golpe a la piñata que se desgajó al piso: tepalcates, dulces, limas, mandarinas y cacahuates se precipitaron al piso. Mis amigos corrieron al centro y se aventaron, hicieron una casita con sus brazos y jalaron las frutas y cacahuates para contenerlos con sus pechos. Vi a la niña, parada en el centro, como si fuese una virgen con la multitud a sus pies, quitarse la venda y sonreír. Entonces (ya sabés lo que pasó, mi niña), el estúpido jalacuerda movió ésta para hacer que el residuo de la piñata cayera al suelo y un tepalcate, como meteorito, fue a dar a la cabeza de la niña del vestido rosa. Ella, igual que una mandarina, se desgajó también y cayó al piso. La mamá acudió pronto, se hizo paso entre la multitud que le valía madres el suceso ingrato, la cargó entre brazos y corrió hacia la puerta. Imagino que la llevó con un doctor. No lo sé. En mi cabeza seguía el sonsonete de “dale, dale, dale, dale…”. Yo miraba todo desde el corredor, recargado en un poste de madera. Hasta ahí llegó Víctor y me dijo que agarrara un dulce del bonche que llevaba abrazado. No quise. ¿Quién iba a ser tan ingrato como para tomar un dulce en ese instante? ¡El tío Armando! Víctor me había ofrecido a mí, pero el tío alargó la mano, tomó una mandarina y comenzó a pelarla.
Mi Paty dice que soy un anormal. Así lo dice. Dice que soy como el viejo Scrooge, personaje inolvidable de Charles Dickens, que odia la navidad. Los jóvenes dirían que soy un Grinch, que es un personaje más reciente que, entiendo, trata de robar la navidad. ¡No, no es para tanto!
De esta temporada me disgusta la retahíla de villancicos que, tal vez a fuerza de tanta repetición, he llegado casi a odiar. No soporto el abrazo de medio mundo. Como, según parece, es una época en la que hay que dar “amor”; medio mundo me abraza. El tipejo que anduvo jodiéndome todo el año cree que tiene el derecho de seguir jodiéndome, me detiene en la calle y, con su sonrisa de mico desenfrenado, me jala y me abraza, mientras me dice: “¡Que Dios bendiga esta navidad!”. Es cuando pienso en los pavos de Magú. Es cuando digo que ese tipejo me vio cara de guajolote y que, en realidad, sus intenciones son verme deshuesado. ¡Es imposible, mi niña, que alguien pueda, de la noche a la mañana, cambiar de paradigmas! Estos tipejos jodones no saben bien a bien en qué consiste el amor ni la paz. ¿Cómo se atreven a prodigar abrazos por doquier cuando todo el año se pasan jodiendo al prójimo? ¡Esto último sí lo saben hacer muy bien! Y, sobre todo, no soporto ese afán consumista de estas temporadas, propiciada por las grandes cadenas comerciales. El otro día fui a Aurrerá y con lo primero que me topé fue con una montaña, sí, una montaña, de pantaletas rojas y amarillas. Yo, que sabés que soy perverso y un poco fetichista, me sentí abrumado ante tanta lencería barata, corriente. El rojo era un rojo de boca de prostituta de burdel de tercera y el amarillo era un amarillo de Lago de Montebello en temporada de lluvias. Medio mundo femenino (cuenta el primo de un amigo) debe ponerse un calzón rojo (la última noche del año) para que tenga amor durante el próximo, y un calzón amarillo para que tenga mucho dinero. ¿En eso se resume el afán de vida? ¿En amor y en dinero? Cuando, todo mundo lo sabe, el amor es un concepto huidizo y, tal vez, inexistente. Porque si una mujer se pone un calzón rojo quiere indicar que el amor está colocado en la entrepierna. Entonces no está deseando amor, está pidiendo ser una caliente cuyo cuerpecito en todo el 2014 no tenga sosiego. Pensé en una pantaleta de color discreto, en una lencería fina, en un color dorado, en un rojo granada apenas en etapa de maduración. La montaña de pantaletas rojas y amarillas de Aurrerá era una ofensa al gusto. Y ahí estaba frente a mí, diciéndome ¡cómprame, cómprame! Y supe que la montaña lograba su efecto hipnotizador, porque dos mujeres buscaban, en medio de la montaña, una de su talla. Bueno, era tan de mal gusto, que ni siquiera pensé en decirle a una de ellas si quería que le ayudara a probársela.
No soy un Scrooge ni un Grinch. Me gusta ver el cielo en esta época. Disfruto ver la alegría de los niños la mañana del veinticinco que juegan con los obsequios que les dejó el viejito de la nochebuena. Pero no puedo evitar un cierto hilo de nostalgia que abre un hueco en mi espíritu. ¿Qué pasa con la hijita del albañil que no recibe juguetes? ¿Qué pasa con la mamá del borracho que sigue al pie de la letra esa estupidez del Maratón Guadalupe Reyes? Voy a una posada y a la hora que cuelgan la piñata y los niños hacen la ronda, no puedo evitar la imagen de la niña del vestido rosa y entonces me jodo. Me jodo porque veo cómo es el mundo y todo lo veo extraño y raro y perverso. Y todo tiene un sabor de ponche de piña, frío, pastoso, con los cuadritos de pan ya hechos pasta como caca de gallina.
No me gustan los abrazos. No me gusta todo lo fingido, odio el árbol de plástico. Sólo los nacimientos me gustan. Los nacimientos comitecos con carneritos de algodón y lagos hechos con pedazos de espejos sucios. No me gusta estar atado, con un candado, a esta época navideña. Lo siento, no puedo evitarlo.