lunes, 28 de julio de 2025

CARTA A MARIANA, CON ROSTROS

Querida Mariana: dicen que todo se refleja en la cara. No hablamos, pero los rostros lo hacen por nuestras bocas calladas. Cuando escuchamos algo que nos hiere, de inmediato nuestra cara nos delata. Sólo los grandes actores pueden ocultar los verdaderos sentimientos. Los grandes actores, dije, los seres mortales comunes y corrientes no podemos evitar que nuestras caras cambien de color. Mirá qué digo: las caras cambian de color. Del color carne sutil pasamos a un intenso rojo. Las caras toman el color de la sangre que se acumula. El simple cambio de color hace que las otras personas sepan que algo nos molestó. Por eso, Mario siempre dijo que no creía esa bobera de la sangre azul, porque, decía, si los reyes y reinas tuvieran sangre azul al chivearse tendrían caras de Pitufo. “El Máscara” fue un compañero en un taller de inglés que llevé en la Ciudad de México. Le decían así, porque su rostro era inexpresivo, nada de alzar las cejas o de abrir la boca en señal de alarma. No, podía pasar un huracán ante él y su cara no se modificaba, siempre estaba como estatua de marfil. Era muy simpático, contaba grandes anécdotas, pero jamás su rostro revelaba que decía algo que hacía botarse de la risa a los que lo escuchábamos. Un día le pregunté cómo le hacía para no mover ni un solo músculo de su rostro, él me llamó aparte y rio. Vi que su cara parecía tomar vida. Hizo mil muecas. Rio de tal forma que su cara parecía un caballo que corría por un valle. Sus ojos se iluminaron, sus pestañas papalotearon como mariposas alocadas. Cuando regresó a su estado original, dijo que todas las mañanas, frente al espejo, hacía mil muecas, movía la boca hacia arriba para que su nariz se elevara; movía sus ojos de un lado a otro; sus cejas eran como zanates voladores. Ponía en acción todos los músculos de su cara, hasta que el juego lo agotaba, entonces decidía que ningún movimiento mostrara alguna reacción en su cara, había llegado a dominar tal disciplina. A él no le molestaba el apodo, al contrario, era una señal de su genialidad. A mí me cuesta mucho evitar que mi rostro demuestre mis emociones, desde un simple enojo hasta una emoción desbordada. Ya he contado que en los últimos años, con la edad, me he vuelto más sensible que nunca, todo me emociona, todo me hace llorar. El otro día, no recuerdo quién, contó que su abuela estaba perdiendo la memoria, que había llegado ante ella, se había sentado a su lado y que ella le había preguntado quién era. Soy tu nieto, dijo él, ella lo vio, sus ojos parecieron extraviarse en una gruta y nada dijo. Él comenzó a llorar cuando me lo platicó y yo con él, ah, los dos éramos unas Magdalenas. Lloro por todo, si un niño corre alocado porque metió un gol en un partido llanero, mis ojos se llenan de lágrimas. Me emociono de más, cuando lloro mi rostro olvida su cara de sosiego y se enjuta, como si fuera un fruto en proceso de pudrición, mi boca se extiende pero adopta una posición contraria a cuando sonrío; pero cuando rio, también lloro; y cuando rio mucho mi cara se pone toda colorada, debe ser porque la sangre circula con más alegría. Cuando rio (en contadas ocasiones) nunca falta el amigo que pregunta: ¿por qué te pusiste colorado? Y ahí me tenés dando explicaciones que me pongo colorado por la risa desbocada. Mucha gente piensa que uno sólo se sonroja por pena o por vergüenza, ¡no!, uno también, o cuando menos yo, me pongo colorado porque me gana la risa. El otro día, en un Platicatorio, el maestro Temo recomendó mover los ojos para todos lados; asimismo, en la televisión un día vi a una experta en salud que sugería hacer ejercicios con los músculos de la cara. Igual que “El Máscara” deberíamos hacer mil gestos frente al espejo, hacer caras ridículas, chistosas. Como si fuéramos esas máscaras clásicas del teatro, deberíamos pasar de un rostro triste a un rostro radiante, luminoso. Posdata: yo digo, en broma y en serio, que tengo cara de piedra, porque casi siempre ando en la calle con un rostro sin sonreír, me cuesta reír. Ya te conté que en una ocasión fuimos dos parejas al Cine Montebello, a ver una película francesa, con el gran humorista Louis de Funes, la otra pareja ya eran novios y yo iba a hacer el quite con una niña bonita. La película avanzó y todo mundo en la sala se botaba de la risa. La niña con la que estaba le dijo a su amiga: “no agarra la onda”, porque veía que cuando todos reían desaforadamente yo apenas movía los labios. Yo también estaba divertido con las mudencadas geniales del humorista francés, pero casi no lanzo carcajadas, mi modo de expresión es pausado, sin risas de guajolote enloquecido. ¡Tzatz Comitán!