sábado, 19 de julio de 2025
CARTA A MARIANA, POR LOS QUE SE VAN
Querida Mariana: la gente sube a trenes y se va, sube a aviones, a autos, a autobuses, a caballos y se hace ausente. Hay gente que ha subido a naves que viajan en el espacio. Antes, la gente caminaba y se iba, es clásica la imagen de alguien que lleva objetos en un extremo de un palo y se aleja.
Los seres humanos siguen teniendo en su espíritu un ánimo nómada, desechan el sedentarismo. ¿Por qué se va la gente? Hay mil motivos para abandonar un lugar. En los últimos tiempos hemos sido testigos de la gran marabunta que huye de los países, bien porque las condiciones de vida son difíciles o porque sueñan con llegar a los Estados Unidos de Norteamérica. Son una masa compacta, así se extravían sus historias personales. Cuando nos acercamos a conocer el testimonio individual aprendemos a ver la grieta de la vida en esos huecos que están llenos de miseria. La vida es un par de labios que pronuncia silencios dramáticos.
Los desplazamientos son individuales o grupales. Cuando alguien se va lo hace por una necesidad interior, porque se traslada para iniciar estudios universitarios o de posgrado, porque el cuerpecito ya le exige un descanso y se toma vacaciones; a veces, una urgencia médica hace que la gente se vaya; o, qué alegre, porque van a la boda de la hija de un compadre o van a una feria de libro o, por fin, realizan el sueño de su vida de conocer París o llevar a la familia a Disneylandia.
¿Y los desplazamientos grupales? Ah, bueno, son por asistencia a Congresos o para participar en encuentros deportivos o, tradicional, para ir a La Villa para rezar ante la imagen de la Virgen de Guadalupe; a veces el viaje no es por gusto, sino por exigencias de la vida. Cada vez somos más conscientes de estos desplazamientos, en la frontera sur cada vez aparecen más caravanas que vienen de más abajo, en busca de mejores modos de vida. Cuentan que en Venezuela hay condiciones miserables. No lo sé. ¿Cómo un país con tanta riqueza petrolera puede sufrir miseria? No lo sé.
El asunto es que la gente se va. A mí no me gustan los aeropuertos, los andenes, los puertos. No me gusta ver partir a la gente, no me gusta ver a la gente que se va. Entiendo que la vida es así, pero a mí me duele ver a la gente partir. Soy tan estúpidamente sentimental que todo me produce un cierto malestar. No me gusta ver a la gente despedirse, por el motivo que sea.
Mi abuela materna, Esperanza, llegaba a casa y en su maleta traía un número determinado de velas, cada una de ellas la prendía el primer día de cada mes; supe que el número de tres velas quería decir que ella permanecería tres meses en la casa. Cuando lo aprendí, iba a comprar velas en la tienda y las metía en su maleta.
Sé que todo viaje tiene un destino. La gente que se despide en una orilla recibe abrazos de bienvenida en la otra; es decir, en la mayoría de casos, la gente recibe apapachos cuando llega, pero sé que no siempre es así, en el caso de los desplazados, caso muy frecuente ahora, cuando éstos llegan a una nueva ciudad no son bien recibidos, al contrario.
Y hablo de cosas que no son tan dramáticas. ¿Qué sucede cuando los desplazamientos son por motivos de guerra o de violencia? Hemos visto, en la televisión o en los celulares, imágenes de gente que se va de su país por motivos de guerra. Son imágenes dramáticas, abuelas que caminan con mucho trabajo y que llevan tomadas de las manos a nietas, como si ellas fueran la andadera que dará apoyo a sus pies de barro.
Tengo el síndrome del jardinero. El jardinero descubre una mañana una plantita, la cuida, la abona, elimina los bichos que comen sus hojas y así hasta que un día, la plantita (como todas las cosas en la vida) muere. Pero el jardinero ve que brotan otras plantitas (y así hasta el infinito, como todas las cosas en la vida). Las plantitas nunca suben a trenes, no se despiden, brotan en la tierra y ahí crecen, ahí reciben la luz del sol, ahí la lluvia, las caricias del jardinero. Están bien enraizadas a la tierra.
Las despedidas toman horma de un paisaje desolado, de un campo lleno de árboles secos, tenebrosos, con bufandas de niebla.
No soporto ver a la gente que se despide, que se da un abrazo, sin la alegría de la bienvenida, de la felicitación. El abrazo que se da la gente que se va es como un buque que se hunde, como una cuerda que amordaza la boca, el corazón. Digo esto porque he visto muchas despedidas. En un tiempo me tocó asistir a las terminales de camiones para despedir a amigos que, por algún motivo, dejaban temporalmente la ciudad. Hubo un tiempo que los camiones de la Cristóbal Colón salían de una terminal improvisada que estaba frente al parque central, donde ahora está el Hotel Delfín (esto era así, porque Doña Chelo Delfín era la encargada de la venta de boletos). Ahí, en la gran banqueta, la gente despedía a los viajeros. El abrazo se daba al aire libre, bajo el sol, como implorando que los rayos solares atenuaran la tristeza.
No me gusta ver a la gente que se va. ¿Cómo decirle que allá afuera no hay nada, que todo es un espejismo, que es como el deslumbre que tuvieron los nativos cuando les mostraron cuentas de vidrio? Es una bobera lo que diré, pero tampoco me gusta cuando alguien llega, sé que esas llegadas son temporales. Otra cosa sería si la gente se desplazara para llegar a un lugar en forma permanente. Que la gente llegara para quedarse. Pero no siempre es así, la gente se va. ¿Qué es la gana de irse? ¿Qué la gana de esperar en las salas? ¿De comer en forma apresurada? ¿De buscar taxis en medio de la lluvia o de las nevadas? ¿Qué es la gana de sentarse al lado de un gordo que se la pasa comiendo tortas en todo el trayecto? ¿De soportar a una señora, pintada las mejillas con achiote, poniendo la cabeza en el pecho del otro a la hora que dormita? ¿Qué la gana de soportar los pedos del vecino? La gente se va, todos los días las estaciones están llenas de gente que se va. La vida es así, la vida no puede ser sedentaria, no, exige el movimiento; visto a distancia, la tierra debe ser un planeta con millones de hormiguitas que van de un lado a otro.
Hay personas que sostienen que el crecimiento verdadero del ser humano comienza cuando se va, cuando sale de su entorno. Ahora hay un concepto que se ha vuelto novedoso y lo aplica medio mundo: “salí de tu zona de confort”. ¿De veras es lo más recomendable? ¿De veras la vida es abandonar a los cercanos, a los afectos, a la tierra que nos ha dado la savia para alimentar la alegría? No he visto, no sé vos, a alguien que se despida con una sonrisa de manzana. Las personas que he visto lloran, se abrazan con desesperación, cuando se van. ¿Por qué esas caras tristes, de una gutzera brutal? A veces no puedo evitar la sensación de que se despiden para siempre. No soy agorero, pero vos sabés que hay muchas historias de gente que se fue y ya no volvió.
Te cuento mi sentimiento, un poco extraño con respecto al comportamiento general. Hay gente, por el contrario, que disfruta irse, que sabe que la vida está afuera. Tengo amigos que me dicen que si no salieran, si no viajaran, sentirían vacía su vida. Lo sé. Incluso he dado pláticas acerca del viaje, donde resalto que las novelas más importantes de la historia son aquellas que hablan de las idas y las venidas (sin albur, niña, sin albur). ¿Qué otra cosa es El Quijote sino un gran viaje con todos sus riesgos? Cuando leí por primera vez El Quijote no tuve la sensación de desaliento que siempre me acompaña cuando alguien se va. Y esto no fue así, porque Don Quijote no se despide, el maravilloso viejazo agarra sus tiliches, se trepa sobre el Rocinante y se lanza a la gran aventura, dictada por su deseo de enderezar tuertos y torcidos.
Vos sos viajera, viajás por tu pasión cinéfila. No hacés lo que Rosario Castellanos; es decir, no viajás de manera especial para ver una película en otra ciudad, los tiempos son diferentes, pero viajás para tomar cursos y diplomados. Así es la vida, lo entiendo. Pero, insisto, no me gusta ver que la gente se vaya. Que se vayan, pero sin que los vea, sin que lo sepa.
Posdata: me gusta ver la gente que se reúne y disfruta las presencias. El que se va firma su ausencia, aunque sea temporal. ¿Por qué se van los que se van? Por necesidad, por gusto, por cumplir deseos, porque el destino así lo señala, porque el conocimiento está en otro lado. Los que se van son espíritus intrépidos, pero he visto que cuando se despiden algo como una pompa de jabón vuela a su lado, una pompa que revienta cuando el aire los toca con un dedo.
¡Tzatz Comitán!