lunes, 3 de enero de 2011
DÍA DE VISITA
Con un abrazo para vos, lector fiel de las Arenillas,
con mis mejores deseos para el 2011
Mis primos y yo fuimos a ver a los abuelos. Juan dijo que, por teléfono, le llamaron del asilo y le dijeron que los abuelos padecían una enfermedad severa. Era cosa de días, dijeron. Fuimos en carro, pero a mitad del camino debimos subir al tren, porque el carro se descompuso. El carro de Martín es viejo, no tanto como los abuelos, pero como Martín es taxista pueden imaginar las condiciones de ese tsuru mil novecientos noventa y dos.
María hizo un coraje de antología. El tren nos dejó en Z y nosotros íbamos a P. Fue tal su enojo que ya no siguió el viaje con nosotros. Le hizo la parada al primer chofer que pasó por la autopista y se trepó. El tráiler iba en dirección a Comitán. Todos acordamos no decirle algo a Martín. Después de todo se había portado bien prestándonos su carro. Eugenia dijo que la razón por la que María se unió al viaje no fue la de despedirse de los abuelos, sino la de huir, aunque fuera momentáneamente, de Martín. El suceso del tren le dio la coartada perfecta para disfrutar, aunque fuese un instante, con el primer trailero que se le atravesara en el camino. Últimamente Martín y María se llevan muy mal.
Eugenia dijo que alquiláramos un taxi, pero Juan comentó que nos saldría carísimo, era más recomendable rentar un carro. Subimos a un taxi y fuimos a una arrendadora de autos. ¡No tenían autos en renta! Es temporada de vacaciones, nos dijo el agente. Tuvimos que contratar el servicio del taxi. Juan, con rabia, sacó el billete de quinientos para dar su parte y luego, con más rabia, otro billete para dar la parte de Eugenia.
El viaje se nos hizo pesado, por la monotonía de la autopista sin ninguna curva y por el intenso calor, que obligó a Juan a comprar seis cervezas heladas en la primera estación de servicio que hallamos. Mientras Juan compraba las cervezas, Eugenia bajó del taxi y dijo que iba al baño. Los sanitarios estaban al lado del súper. La vi entrar en la puerta de la izquierda. Juan regresó, en la mano izquierda llevaba una bolsa de plástico y en la derecha traía una cerveza de bote, ya abierta. Subió al carro y preguntó por Eugenia. Le dije. Juan vio hacia el sanitario y, con rabia, soltó un golpe sobre la guantera. El taxista le dijo que se calmara. Juan ignoró al chofer y me pidió que bajara y viera si Eugenia estaba en el sanitario. Le dije que la había visto entrar. Con voz altisonante repitió su petición. Bajé y fui al sanitario. Puse mis manos sobre la boca, como bocina y la llamé. ¡Nada! Una señora bajó de un carro y se dirigió al sanitario. Le pedí favor que le dijera a mi prima que la estábamos esperando. Cuando la señora salió me dijo que adentro no había alguien. ¡Cómo! Entonces entré al sanitario y busqué. ¡Nadie! Regresé al taxi y antes que yo dijera algo, Juan dijo que Eugenia había hecho lo mismo que María. Hace tiempo que me está amenazando con esto y ahora me la hizo, dijo. ¡Vámonos!, ordenó al taxista y tiró el bote vacío a la calle. A través del cristal trasero busqué a Eugenia. Me pareció verla en el asiento posterior de un pointer rojo que estaba cargando gasolina.
Después de cuatro horas llegamos al asilo. El taxista nos dejó en la puerta de entrada. Caminamos más de un kilómetro, a través de un sendero lleno de árboles, hasta llegar al edificio principal. Ahí nos recibió una mujer vestida con un conjunto rosa, se presentó como la trabajadora social. Nos dijo que alguien nos había engañado porque los abuelos no estaban asilados ahí. Juan golpeó sobre el escritorio de la mujer, que no se inmutó ante el comportamiento. Exigió ver al director. La mujer hizo una llamada y nos dijo que el director acudiría en un momento. La mujer nos ofreció dos asientos. Me senté. Juan preguntó por el sanitario. Se fue. ¡Y no volvió!
Después de una búsqueda ardua, entendí todo. Juan había inventado la llamada del asilo. Lo hizo para tener un pretexto y abandonar a Eugenia. Lo único que me sigue dando vueltas es por qué no abandonó el engaño en el momento que Eugenia se le adelantó.
Cuando regresé a casa, Paty me recriminó por haberme ido sin haberle dejado una nota. Le conté. “¿Tus abuelos? ¡Tu abuela, será!” Y entonces me acordé que los abuelos murieron hace años.