miércoles, 5 de enero de 2011
LA TRANSPARENCIA DE LA NOCHE
Tío Concho llegó anoche a la casa. María se sorprendió y Arturito lloró porque el tío estaba irreconocible. ¡Es tu tío abuelo, hijito!, dijo María, pero el niño siguió instalado en el berreo completo. Tenía, lo menos, cuatro años que el tío no nos visitaba. Repartió paletas de dulce a todos los de casa y a María le dio una bolsa con café colombiano, mientras comentaba que el mejor del mundo es ¡el chiapaneco!, así que María le ofreció una taza. El tío Concho se enconchó en una silla de mimbre y pidió una concha para sopear. ¿Y qué milagros, tío?, dijo Armando, mientras apagaba la televisión de mala gana pues veía el partido de fútbol americano.
El tío comentó que la noticia en Colombia es la de la funeraria que hace un Censo de Fantasmas. María dijo que esa era la causa de tenerlo entre nosotros. Todos reímos. En casa todo mundo sabe que el tío Concho es un fantasma pues él murió la noche del veinticuatro de diciembre de mil novecientos ochenta y tres. Bueno, Arturito aún no lo percibe a cabalidad, pero el “duque” ¡sí!, porque apenas el tío viene por la esquina cuando él se pone a ladrar como alma que lleva el diablo. El tío se puso serio y reafirmó el comentario de María. Corre el rumor de que el censo sirva para que los fantasmas paguen impuestos.
El tío pidió otra taza de café, pero María ya no estaba en la sala ni en la cocina. Fue a callar al perro, dijo Armando, mientras éste volvió a prender el televisor, sin sonido, pero lo apagó de nuevo cuando el tío dijo que había conocido a Gabriel García Márquez. El Gabo es el autor favorito de Armando.
¿Cómo fue?, preguntamos y nos acomodamos en nuestros asientos. Emilio subió las piernas al sillón y prendió un cigarro. Gabo llegó a Medellín hace cuatro días, dijo el tío. Rápido lo reconocí porque su piel tiene el color de las hojas secas de Comala. ¡Ya, ya, viejo, que sea menos, Comala es el pueblo de Rulfo!, dijo Emilio. Pero tío no le hizo caso y dijo que Gabo caminó por el pasillo central del aeropuerto José María Córdova, acompañado por una mujer hermosísima, de cabellos hasta la cintura, llamada Julia. ¡Oh, qué la, no, no, Julia es la tía del escribidor Vargas Llosa!, volvió a interrumpir Emilio, pero, de nuevo, el tío lo ignoró. María bostezó, sacó un pecho y se lo dio a Arturito que amenazaba con regresar al llanto. Emilio le preguntó a Armando cómo iba el marcador del partido y Armando aprovechó para prender de nuevo el televisor. Emilio fue por unas cervezas. María ofreció otra taza de café al tío, pero éste dijo que prefería una cerveza y Emilio le pasó una “Indio”.
Al final sólo el “duque” y yo le hicimos fiesta al tío. Aquél ladrando como si fuera luna llena y yo preguntando si le había hecho alguna travesura al Gabo, como cuando a Jaime Sabines lo amarró con una vieja venda y lo dejó encerrado en el cuarto de su rancho Yuria, mientras los amigos y muchachas encueradas seguían en la fiesta total en la sala. Pero el tío ya se hizo viejo como fantasma. Según nos ha contado cada año fantasmal corresponde a diez años del tiempo terrenal, así que sacando cuentas tiene como doscientos setenta años de edad. ¡A esa edad ya se es un fantasma viejo y la memoria no funciona bien! Por esto, de momento, comenzó a evaporarse. Sólo quedó una mancha de orín sobre el piso. María fue por el trapeador y Emilio vació el contenido de la cerveza en la tarja de la cocina. Armando le subió el volumen al televisor y el “duque”, por fin, se calmó. Cuando María terminó de limpiar dejó el trapeador en una esquina y cogió a su hijo y lo acunó en su seno. El tío vino a despedirse de nosotros, dijo María. Sí, dijo Emilio, ya se ve viejo. Entonces Armando se paró, fue hasta la ventana y preguntó: “Y cuando mueren los fantasmas, ¿qué pasa con ellos? ¿En qué se convierten?”.
Yo regresé a la lectura de los “Cuentos de Canterbury” y pensé que tal vez fue mejor que el tío Concho no lo registraran en el Censo de Fantasmas.