jueves, 6 de enero de 2011

LA MISMA FLOR CON SU FLORECITA



Sé lo que hiciste ayer y lo que harás mañana. Lo que hiciste el domingo y lo que harás todos los domingos de acá en adelante. No importa que vivás en Buenos Aires o en Tuxtla Gutiérrez o en Los Ángeles o en Madrid o en Comitán. No importa el oficio a que te dediqués: carpintero, poeta, artista, sacerdote, bailarina, cuidador de zoológico, político, librero, fotógrafa, periodista, profesor o empresario.
Al levantarte comenzaste a colgar los andamios para tus puentes. Es preciso -siempre lo pensás- que las golondrinas no pierdan el camino. Por esto te aseguraste de colocar los faros necesarios para marcar el rumbo a todos los albatros y los chinchibules que, de regular, vuelan por tus cielos.
Subiste por una escalera metálica y escuchaste tus pasos como oías aquella lluvia desordenada que caía sobre los techos de zinc en casa de tus padres. Pensaste que un día de estos tomarás un bote de grasa y engrasarás los tornillos, lo harás con cuidado para que no quede ni una sola mancha de grasa sobre las huellas de la escalera. Los hombres viejos se quiebran los huesos cuando resbalan de partes altas. Las escaleras también son peligrosas para los jóvenes y para los niños, por esto es conveniente que las escaleras de la vida tengan, además del pasamanos, un poco de mohín y de polvo.
Luego te arremangaste la camisa y probaste la lámpara de tungsteno. Recordaste la sentencia de tu padre acerca de las lámparas. Mientras no alumbran nadie las toma en cuenta. Por esto, siempre te conminó a ser una lámpara encendida en forma permanente. No te preocupés por la energía, si vos decidís ser lámpara inagotable siempre tendrás aceite para tu flama, decía tu viejo.
Luego fuiste hasta el ventanal y miraste el horizonte y elegiste entre el mar, el valle, el bosque, el volcán, las calles solitarias o la tierra donde caminan los peregrinos que, año tras año, ¡necios!, tienen la esperanza de hallar en otro lado lo que no hallan en su interior.
Sé lo que hiciste. Abriste el álbum fotográfico y viste esas fotos en color sepia donde están tus padres, tus abuelos y los padres de éstos, esos viejos que te dicen nada y que, sin embargo, tienen las uñas y los cabellos que te heredaron. Porque ellos tienen en sus ojos todos los objetos que vieron para que vos, en este tiempo, tengás un recuerdo vívido sin haberlo vivido.
Sé que desayunaste lo de siempre, los huevos rancheros, los frijoles refritos, el queso, la tostada, el café endulzado con panela. Pusiste el disco de marimba que tanto te gusta o el de Camilo Sesto o el de U2 o el de Bon Jovi o el de Pavarotti o el de Shakira y moviste los pies y te paraste y bailaste. Luego saliste a la calle y saludaste al vecino, lo viste regar su jardín lleno de amariles; lo viste, sentado sobre su poltrona, cabecear mientras caía la tarde; lo viste, con los ojos rojos y el aliento alcohólico, golpear a su hija y correrla de casa tachándola de puta; lo viste mirarte, desde la ventana, sentado en su silla de ruedas; lo viste prender la televisión, abrir una cerveza y tumbarse en el mismo sillón que usó el abuelo y el padre de su abuelo.
Sé lo que hiciste. No es necesario ser un vidente para saber lo que hiciste y lo que harás los domingos que te restan en la vida. Leerás algún libro de Faulkner, oirás los telenoticiarios, te insinuarás a la muchacha bonita que a diario pasa por tu calle, cogerás en algún burdel de mala muerte, beberás cerveza, irás al mercado a comer quesadillas de flor de calabaza o de huitlacoche, soñarás con París o Florencia, maldecirás tu mala suerte y, ya por la tarde, irás a misa a pedir que el tiempo se detenga o, cuando menos, tu Dios te envíe el remedio para el envejecimiento del alma.