viernes, 11 de febrero de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LAS MANOS SE ENSUCIAN




Querida Mariana, la tía Narcisa me sorprendió ayer. Me llamó a su estudio, tomó el libro que tenía en el escritorio y me preguntó si me gustaba leer. El libro era “Al filo del agua”, de Agustín Yáñez.
Mientras la luz suave de la tarde se colaba por la ventana y bañaba el rostro de la tía, recordé que una vez don Emmanuel me contó que “al filo del agua” es un dicho campesino que significa: “el momento en que iniciará la lluvia”.
Ayer, la tía me dijo que su hermana está ya “al filo del cielo” y me maravillé. ¡No, no, Mariana, no pensés que la tía Romualda anda al borde de la muerte, no, la tía Romu es monja y, según la tía Narcisa, cada vez es más santa! ¿Imaginás qué prodigio?
Ahora entiendo por qué una vez don Emilio de la Rosa me llamó a su cuarto y, sentándose en el viejo catre, me dio que se sentía al filo de la flama. Don Emilio fue el primer hombre poseedor de una biblioteca particular enorme que conocí en Comitán. Tal vez mucho de mi afición actual por la lectura se la debo a él. No sé en qué trabajaba don Emilio, papá de mi amigo del mismo nombre, pero siempre que llegaba a su casa lo veía entrar cargando un bonche de libros. Mientras Emilito y yo jugábamos carritos o a las guerras con soldaditos de plástico, de color verde y gris, don Emilio se sentaba en un “butac”, en el corredor de la casa, prendía su pipa y se dedicaba a leer. Doña Rosa, mamá de Emilito, colocaba una mesita al lado y a su esposo le servía té. A mí esto me llamaba mucho la atención porque en mi casa y en las de mis demás amigos se servía café endulzado con panela, en toscos jarros de barro. El té, parecía, demandaba un servicio más fino. Las tazas eran de ¡porcelana!, y don Emilio platicaba que era una tradición inglesa. Viejo pendejo, decía don Apolinar, mientras bebía su café y se llevaba a la boca el cigarro de manojo que compraba en la tienda de doña Hermila Coronado.
Yo, querida Mariana, nunca me aficioné al café o al té, ni tampoco llamó mi atención la pipa. Lo que a mí me fascinó fue la imagen de lector maravillado y maravilloso que, como cartel de cine, don Emilio iba pegando por todos lados. En el Comitán de los sesentas era común toparse con gente que desarrollaba oficios comunes como el de sastre o de rotulista o de ingeniero o de albañil o de maestro o de velador o de sacristán o de borracho (porque el tío Epaminondas bebía el trago como si fuera el oficio más sagrado del mundo). Pero ver gente oficiante de la lectura no era común, o al menos yo no me los topaba con la frecuencia con que sí lo hacía en casa de mi amigo Emilito. Desde entonces comprendí que el oficio más bello del mundo era el de ser lector, porque don Emilio parecía iluminarse cada vez que abría un libro. Era, Mariana de mi corazón, como si el libro fuera una lámpara y al abrirlo prendiera su luz.
Cada vez que veo a un muchacho, un viejo, un niño o una muchacha bonita, abrir un libro sigo viendo esa misma luz que iluminaba a don Emilio, en las tardes cuando Emilito y yo jugábamos a construir castillos sobre la arena en el sitio de su casa. Don Emilio tenía espíritu de constructor porque siempre en el sitio había un montón de arena y de ladrillos.
A la tía Narcisa le dije que no me gustaba leer a la hora que me extendió el libro de Yáñez. “Por eso no se te quita lo pendejo”, dijo ella molesta y se dio la media vuelta. Lo hice sólo para enojarla, así como creo que ella lo hizo para lo mismo. ¿Cómo es posible que ella ignore mi gusto por la lectura si el otro día alabó una de las Arenillas? ¿Cómo es posible su ignorancia ante el hecho de que no es posible ser escritor si no se es buen lector?
Pd. La tía Narcisa nunca me ha caído bien. Ayer fui a su casa porque Juan me pidió fuera a verlo para entregarme un paquete que me envió Marcela, desde la ciudad de México. Ahora la tía vive en un edificio de departamentos del centro de Comitán. Antes vivía por el barrio de El Cedro y poseía una casa muy grande, con un patio y un sitio enormes. A mí no me gustaba ir a su casa porque tenía un perro que siempre me acosaba y porque en el sitio tenía un chiquero con dos o tres cerdos. El olor era muy desagradable, ella y su casa siempre olían a mierda. Yo creo que por eso la tía Romualda, a la edad de trece años, decidió ser monja. ¡Cómo no va a estar en olor de santidad después de estar oliendo mierda toda su infancia!