lunes, 7 de febrero de 2011

LOS REMOLINOS DEL ESPÍRITU



Tomé la mochila y, en medio de una “mudada” de ropa, metí dos libros de Cortázar y la Biblia. Así dejé Comitán en 1999. En ese tiempo me bastó andar con Dios y el cuasi dios para intentar el vuelo. Intuí que la palabra de ambos podría ser el cayado para mi ceguera.
Salí de Comitán con la intención de viajar a Cuba, por esto, la carga debía ser liviana. Pero luego la vida me dio una torcedura y, en lugar de aventarme mojitos en la isla, terminé comiendo cemitas con pápalo en Puebla. Así, en 2003 un camión de mudanza me llevó el resto de mi biblioteca a la casa de Puebla. Tal vez un poco, como dice la Biblia, Dios vio que no era bueno que Cortázar anduviera solo y, de un hueso comiteco (acaso comprado en la lonchería de Tío Jul), formó el complemento literario. Sí, aunque se enoje el lector hembra (que dice Cortázar), los demás libros parecían sacados de la costilla de Julio.
Los libros que recibí en Puebla no eran todos los que había abandonado ya que, con justa razón, Paty hizo una selección y dejó muchos, porque el flete de la mudanza se incrementaba. No obstante, debido a que comencé a comprar libros en 1969, el bonche que llegó a Puebla aún era generoso. Compré unos planchones de madera de pino y, como Dios me dio a entender, construí unos libreros que siempre me recordaban a la Torre de Pisa.
Los primeros libros que compré eran los de la Biblioteca Básica Salvat, que cobijan muchas bibliotecas particulares y aún se consiguen en las librerías de viejo, ya todos deshechos, porque esos libros eran pegados y bastaba abrirlos tantito de más para que quedaran como quedan las piernas de las muchachas calenturientas. La colección estaba dividida en colores: naranja para narrativa; verde para ciencia; y azul para teatro clásico. En esos libros leí, por ejemplo, “La Tía Tula”, de Unamuno; y “El Médico a palos”, de Moliere.
¡Ah, qué bendición volver a palpar esas portadas ya olvidadas! Fue como recuperar un poco de brasa en medio de una tormenta de nieve. Pero un día, en 2008, Dios me lanzó la peonza para recuperar el centro y regresé a Comitán. ¡No, no, dijo Paty, ya no podemos llevar tanto libro! Coincidí con ella, aparté unos pocos (las antologías de cuento y los de teoría del cuento), y llamé a un amigo por teléfono a la ciudad de México. Él, amante de los libros, aceptó mi propuesta y al domingo siguiente llegó en su camioneta dispuesto (así me lo dijo) a botar su cama si era necesario con tal de conservar esos libros en su departamento. No creo que haya sido necesario botar la cama, tal vez lo que mi afecto hizo fue meter los libros debajo del colchón, porque ya se sabe que los avaros tenemos la costumbre de guardar los tesoros en ese lugar.
Escribo esto porque ayer mi tía Alicia me llamó por teléfono para decirme que no hallaba dos billetes que había guardado debajo del colchón y terminó con la frase que acuñaron los ejecutivos del Banco Nacional de México: “Eso me pasa por no guardar mi dinerito en el banco”. En cuanto colgué corrí a mi cuarto y levanté el colchón. ¡Uf, qué alivio, ahí estaban los dos tomos de Julio Cortázar y la Biblia! ¡Uf, mi tesoro sigue intacto, a pesar de tanto delincuente que se mete a casas ajenas!