lunes, 21 de febrero de 2011

PARA DESPUÉS DE LA VIDA



“Tío – me preguntó Jenny- cuando los escritores se mueren ¿a dónde van? ¿Van al cielo o al infierno?”. El escritor Juan Oliva aseguró siempre que no había un cielo para escritores, ni tampoco infierno. Todos los escritores, al morir, igual que cualquier mortal, regresan a la Nada de donde salieron. A su vez, el escritor Miguel Ángel Vázquez Piñón decía que, en efecto, los escritores muertos viajaban hacia la Nada, pero una Nada diferente a la del inicio, porque si fuese la misma del principio, la vida sería nada. Vázquez Piñón, retorciéndose el bigote, afirmaba que, cuando menos, hay dos Nadas, la que antecede y ¡la última!
En el cuento “Las rosas no son negras”, de Víctor Lara, un niño hace la misma pregunta que Jenny me hizo. Su abuelo (Abundio, creo que se llama), lleva al nieto a donde están matando cerdos y le pregunta: “¿A dónde crees que van los cerdos?”, el niño levanta la vista, mira seriamente al abuelo, se frota las manos y, con una sonrisa pícara, dice: “¿A la tortilla?”. Entonces, el autor realiza una serie de disquisiciones acerca de la transformación y concluye que en los vegetales, minerales y animales es claro lo que sucede después de “la muerte”, pero los humanos han complicado el proceso natural. Los humanos siempre tienen anhelo de transcender y creen en la posibilidad de una vida más allá de la vida. Para Lara, de acuerdo con el principio físico, nada se pierde, ¡todo se transforma! Por esto, cuando el abuelo Abundio muere, llega su nieto (que ya tiene catorce años de edad), roba el cadáver y lo convierte en carnitas. Los asistentes al velorio no saben que adentro de la caja está la nada y, en medio de café, té de limón, buches de tequila y galletas de ajonjolí, comen tacos de carnitas y alaban el sabor inigualable de esa carne; satisfechos, acuden al entierro a la mañana siguiente. Cuando los albañiles terminan de colocar los ladrillos en la tumba, doña Concha se acerca al nieto y le pregunta qué carne tenían los tacos que cenaron y el joven le dice que era carne de su abuelo. Doña Concha se lleva las manos al corazón y queda tendida a mitad de la calzada principal. De inmediato la gente se arremolina y sólo se abre, como avenida de río, cuando el doctor Martínez pide paso. ¡Nada, dice el doctor, fue un infarto fulminante! Eduardo Cielos, quien es un personaje simpático y cínico, dice: “Aprovechemos de una vez y la metamos en el cajón de don Abundio” (sigo dudando si así se llama el abuelo). Los asistentes aprovechan el vestido de luto y todos acuden a la casa de doña Concha para velarla. El nieto de don Abundio también asiste, con la misma mirada pícara se frota las manos ante la posibilidad de convertir en carnitas a doña Concha. ¡No lo logra porque el cadáver es resguardado con respeto por toda la comunidad! Pero el joven acuna en ese instante su vocación: se convierte en asesino serial y abre un restaurante de carnitas que, pronto, logra fama en toda la región. El restaurantero crece y se convierte en un hombre millonario, cuando cumple sesenta años de edad, llama a su hijo menor, le da un cuchillo y le pide que prometa, con juramento sobre una biblia, que cuando muera lo hará carnitas. El hijo duda, pero ante la exigencia de la última voluntad, jura que cumplirá su deseo, entonces, el viejo va hacia una mesa colocada frente a una ventana que da al patio lleno de árboles y se sorraja un balazo. La última imagen del cuento es la del hijo frente al cadáver del padre, con el cuchillo en la mano.
¿Adónde van los escritores cuando se mueren? Sin duda van al mismo infierno a donde van a dar los demás mortales.