miércoles, 9 de febrero de 2011

DESDE UN LUGAR DE COLOMBIA



Cuentan que el colombiano Ricardo Cuéllar Valencia, el maestro de la Facultad de Humanidades de la UNACH, cumple treinta años de residencia en México.
Una vez, irreverente y abusivo, le pregunté a mi maestro de Crítica Literaria: “Maestro, por qué sos enojón”. Me quedó viendo, así, con ojos de corteza de árbol milenario, con rostro de piedra de Macondo, y yo, helado, me paralicé. Él, con esa fuerza que posee, me dijo que su actitud no era enojo, era otra cosa. Yo, como si el calentamiento global me abrazara y fundiera el hielo, volví a retomar mi temperatura y pensé: “¡Lo dije!”. El maestro rió y, ahí, en el patio central de la Facultad, me platicó acerca de la pasión. Ahora entiendo que a Ricardo lo domina la pasión. La pasión lo desborda, lo sublima, lo coloca contra la pared, lo baja, lo azota, lo eleva, lo convierte en río desmadrado, en nube llena de rayos, en cielo más que azul ¡violeta!
La pregunta no fue producto de una apuesta estilo “¡A que no le preguntás tal cosa! No, no, la pregunta fue motivada por mi deseo de saber qué fuego inunda a esos hombres que miran al Everest como si éste fuera una mera utopía de El Sumidero.
¡Pasión es lo que mueve al mundo, lo que lo transforma, lo que lo modifica! La pasión no tiene límite, camina al borde del abismo y, sin darse cuenta, en ocasiones, se desbarranca o levita para llegar a la otra orilla.
El maestro Ricardo jamás se ve niño en el espejo, la barba y el rostro de mármol se lo impiden. El traje de todos sus días es un traje serio, analítico, pétreo y reflexivo, pero, ¡Ricardo no lo sabe!, algo de la prédica del Libro de los Consejos lleva en su solapa. “¡Déjate llevar por el niño que fuiste!”, recomienda el Libro. Los niños no saben de pasiones, pero sí adoran el juego del vértigo. Por esto, Ricardo tiene algo del hilo que buscaba Roger Caillois. Ricardo adora el vértigo de la pasión y tiene, en su espíritu y en su rostro, la veta más oculta de la piedra más antigua.
Hace treinta años, Ricardo llegó a México para sembrar sus árboles, para escribir sus libros, para fundirse en la piedra más antigua. Llegó para dar y para recibir. Como todo sembrador ha regado semillas en campos fértiles y en páramos; como todo sembrador ha descuidado el zarzal descarriado; pero hoy, qué maravilla, el trigo que recoge tiene el brillo del sosiego. ¡Qué paradoja! A él, hombre viento tempestuoso, lo circunda hoy un aire suave y tierno. Porque no otra cosa que el afecto es el que domina el reconocimiento que hoy le brinda la Facultad de Humanidades de la UNACH. ¡Hombre duro que, en ocasiones, sega algunas plantas, que apenas asoman por el jardín, se ha declarado amante de la poesía! Ésta, confiesa, es su gran pasión. ¡Hombre de metal que, en ocasiones, se resiste a la forja, se ha declarado espíritu decantado!
Si es cierto que los niños dicen la verdad, él, niño impetuoso, proclama su verdad a mitad de la plaza. Así imparte su cátedra en el aula de la Facultad. Llega, se sienta frente a los alumnos y, como un Moisés moderno, levanta las manos en intento de abrir el mar y proclama, apasionadamente, el derecho de ser el pueblo elegido.
Maestro, cuando fui tu alumno sólo tome lo mejor de tus manos y deseché los vientos catabáticos, por esto, hoy, me uno al reconocimiento que te hacen y te mando un abrazo. A ver qué día vamos a echar trago a Tulancá, con el buen Baltasar, ahí, al pie del túmulo dedicado a tu paisano Melo.