viernes, 4 de febrero de 2011

JUEGOS INFANTILES



Hubo un país que se llamó Cuba. Este país era hijo único y siempre estaba solo. Los maestros decían que no era normal que siempre estuviera aislado, le vaticinaban un futuro no halagüeño. Estaba tan solo que, para sus juegos, debía inventar amigos imaginarios. Uno de sus amigos favoritos era un país llamado México. ¿Jugamos?, decía Cuba y México dejaba la cuerda donde saltaban sus amigas y jugaba con Cuba a las escondidas o a los encantados. A México le gustaba jugar con Cuba porque éste, a pesar de su sino solitario, era muy alegre y su cara siempre estaba llena de luz y calor. A Cuba le gustaba jugar el juego de la esperanza: arriba de una palmera colgaba muchos globos rojos y azules y luego, en compañía de México, con una vara larga de ganzúa en un extremo, jugaba a cortar los globos como si fueran mangos maduros. ¡Plof!, caían los globos y los demás vecinos no creían cómo algo lleno de gas no se elevaba. Por esto, a Cuba le gustaba jugar el juego: a veces la esperanza va más allá de las leyes físicas.
Cuba era solitario, México ¡no! Cuando la noche llegaba y México debía regresar a su casa, Cuba lo despedía desde la ventana iluminada con un quinqué triste. México, dada su personalidad extrovertida, tenía una bola de cuates. En cuanto regresaba al vecindario se unía con la palomilla y escuchaba música o bebía poquitos de tequila. Por esto, no faltaban las abuelas de los amigos que recomendaban a sus nietos tener cuidado con ese amiguito llamado México, porque era muy dado a las pachangas y, por lo tanto, no resultaba amistad muy recomendable. ¿Sabían, acaso, quiénes eran los padres de México? Dado su comportamiento bien podía ser uno de esos muchachos de la calle con quienes no se sabe qué será de sus vidas.
Pero también la abuela de México estaba preocupada por la amista del nieto con Cuba. Una tarde, mientras México tomaba café endulzado con panela, la abuela se sentó a su lado y le dijo que no era bueno que siguiera reuniéndose con Cuba. ¡No te conviene seguir con esa amistad, mi hijo! La abuela dijo que Cuba tenía ideas raras. ¿En dónde se ha visto que los padres prohíban a sus hijos a ir a visitar a sus familiares que viven en otros lugares? A México le convenía más jugar con el nuevo vecino que había llegado del norte: un país llamado USA. Ah, qué diferencia, dijo la abuela, USA se mira de buena familia. Cuba, insistió la abuela, huele mal y viste peor. En cambio, USA siempre huele a perfume francés y está vestido como si su mamá le comprara ropa en tiendas donde visten a príncipes y reyes.
México se dejó llevar por la recomendación de la abuela e ignoró los llamados de Cuba. Las primeras veces, México extrañó a su amiguito. Extrañó el calorcito del patio de la casa de Cuba, la alegría de sus primas que siempre vestían con ropa holgada. ¡Ah, era tan bonito mirar cómo las pieles de ellas se llenaban de sudor cuando bailaban y movían sus caderas, generosas caderas! A México le gustaba mirar los pechos de las primas a la hora que brincaban la cuerda. Pero, poco a poco, fue olvidando a su amigo y prefirió los juegos de su nuevo amigo. USA, su abuela tenía razón, era seductor, tenía juegos modernos y su vida era como un aparador lleno de luces de neón.
Pero, ahora, la abuela parece arrepentirse porque el nuevo amiguito llega a la casa de México con los ojos rojos y le encanta jugar a las guerras. México se ha convertido en un niño violento y se está inclinando al mal.
Cuba sigue aislado, pero, a pesar de las carencias y de sus pantalones siempre remendados se mira tranquilo. En el patio de su casa los tíos juegan ajedrez, fuman puros y miran a las morenas que bailan al ritmo de la salsa en tardes sosegadas. El sol que baña el patio de Cuba es un sol con rayos de trigo tierno; en cambio, ¡qué pena!, el sol de México está teñido del color que mancha los azulejos blancos de las carnicerías.