miércoles, 27 de abril de 2011

LA LUZ QUE SE DESPARRAMA


Con un abrazo para Paco Gamboa Lara, comiteco
comprometido que se prepara día a día para servir.



La confusión comenzó cuando Rosa Elena despertó en la madrugada porque tenía sed. Fue a la cocina y prendió la luz. Ella cerró tantito los ojos para evitar el destello, y así -con ojos de uña enterrada- vio el foco reflejado en el cristal de la ventana. En medio de su somnolencia Rosa Elena creyó que el foco reflejado era la luna que se traslucía. ¡Ah -se dijo- qué luna tan pálida y bonita! Decidió salir al patio para ver a la luna colgada en la inmensidad. Abrió el candado y salió al traspatio, pero la luna no estaba en el lugar que ella imaginó, sino en el extremo contrario, entonces su memoria le hizo una jugarreta: pensó que la luna estaba en la cocina y ésta era una lámpara y si estaba prendida era porque su mamá había olvidado apagarla (algo pasa en la memoria de los viejos que van extraviando la propia memoria y olvidan las llaves o también olvidan ponerse la placa dental o levantarse en las mañanas). Rosa Elena buscó, a tientas, sobre la pared húmeda, el interruptor para apagar esa lámpara, pero no lo halló y pensó que era una pena dejarla prendida toda la noche, pero como tenía sueño y sed, cerró la puerta del traspatio y regresó a la cocina. Abrió el refrigerador, se sirvió un poco de agua y bebió.
Como el lector ya advirtió Rosa Elena es una solterona que tiene sesenta y cuatro años, la edad en que, según los más sabios, está pintada la raya donde comienza el territorio de la confusión memorística. Al ver la luna, ella pensó que de las lunas la de octubre es más hermosa, por eso esta luna del mes de abril le pareció modesta, como si fuese un simple foco de sesenta watts, pero la disfrutó. Hacía años que no tenía esa sensación. Recordó que cuando era niña, su papá entraba a su recámara, la abrazaba y la llevaba al patio sólo para que viera la luna llena (¡ah, su papá, viejo simpático que un día olvidó que era un ser humano y comenzó a desintegrarse como polvo!).
Ella dejó el vaso sobre la tarja, apagó la luz y regresó a su cuarto. Llamó su atención advertir que la luna desapareció en cuanto ella accionó el interruptor, pensó que había sido una coincidencia, tal vez en ese instante una nube cubrió la luna. Todavía alcanzó a ver el resplandor de la lámpara de afuera y se prometió buscar al otro día, muy temprano, a un electricista.
El electricista, sudando por el sol de mediodía, dejó la caja de herramientas en el suelo y volvió a preguntar: “¿Así que Usted quiere que yo conecte acá un interruptor para que pueda apagar esa lámpara del cielo?”, y señaló hacia donde estaba la luna colgada en el cielo azul. “Sí -dijo ella-, mire el gastadero de luz. Ya son las doce y ahí sigue esa lámpara encendida”. El electricista pensó que se ganaría unos buenos pesos por hacer nada y colocó un interruptor sencillo, al lado del tanque recolector de agua.
Rosa Elena se despertó a la una de la madrugada, no tenía sed, pero vio el reflejo de la lámpara y pensó que, de nuevo, su mamá había olvidado apagarla. Salió al traspatio y, con una lámpara de mano, buscó el interruptor, bajó el switch y, en lugar de que la lámpara se apagara: ¡el cielo se iluminó con el brillo de miles de estrellas! Al instante maldijo al electricista, pensó en demandarlo, pero luego, una luz reconfortante apareció en su rostro. Recordó cuando su papá la cargaba en brazos y la llevaba al patio a ver el arbolito de navidad lleno de luces. Pensó entonces que era bueno que el electricista hubiese confundido la conexión. La mujer fue a la recámara de su mamá y la cargó amorosamente. A mitad del traspatio le dijo, en voz queda: “Mamita, mamita, mire’sté cuánta lucecita” y, cuentan los más sabios, la anciana de huesos quebradizos abrió los ojos y recordó que, cuando niña, su papá la cargaba a media noche, la sacaba al patio y ella, con los ojos de uña enterrada, miraba el infinito lleno de estrellas y pensaba que ese era el camino por donde caminaban las luciérnagas de Dios.