miércoles, 13 de abril de 2011

POR EL DÍA DEL NIÑO



Baldomiano Aguacates, famoso niño escritor comiteco, llegó a la Casa de Niñas. El portero abrió el ventanillo de la puerta en cuanto oyó los toques cifrados, reconoció al pequeño y le franqueó el paso (se sabe que únicamente los amigos de la familia son aceptados).
El patio estaba lleno de sol y de niñas que se bañaban a jicarazos. Baldomiano saludó con los brazos extendidos y las niñas desnudas corrieron a abrazarlo. “¡Cuéntanos un cuento, sí, cuéntanos un cuento!”, gritaron todas como cotorras australianas, y llevaron al niño de cabellos de mazorca podrida a su sillón favorito y se sentaron en el suelo formando un halo maravilloso. Las niñas olían a tierra mojada, a albahaca envuelta en miel. Yesenia, la consentida del niño escritor, se secaba el cabello con un movimiento lento de sus manos, un movimiento casi suspendido en el aire. Su cuerpo apenas estaba cubierto con una toalla color vino sostenida a la altura de sus tetillas aún sin forma de pechos. Baldomiano la vio, cerró los ojos y aspiró su aroma como si ella fuera un vino y necesitara escanciarla para inflamar su espíritu y contó:
“Ikarena, era una niña igual que ustedes, hilo de agua para los sueños de los niños bonitos. De tarde en tarde su abuela la enviaba al bosque a buscar hongos. Ika cantaba, corría por en medio de los pinos, aspiraba el olor a juncia fresca y mojaba su carita con el rocío de las hojas. El rostro de la niña se iluminaba y se sonrojaba por la posibilidad del hallazgo de esos hongos que llaman “chiquintaj”, pero lo que más la emocionaba y llenaba de sudor su carita y sus manos y sus brazos y sus piernitas era la sensación de las ganas de orinar. Su abuelo le había advertido que el bosque estaba lleno de cerdos buscadores de trufas, y todo mundo sabe que estos cuches tienen muy aguzado el sentido del olfato y se excitan cuando huelen el pipí de las niñas. En varias ocasiones la niña, de la pura emoción, había apretado las piernas para que solo una gota de pipí manchara su pantaletita y provocara a los cerdos que rondaban por ahí. Había oído a la jauría acezante trozar ramas y aplastar las hojas secas. Se acercaban, pero nunca llegaban más allá porque se confundían con los meados de otras bestias del bosque. La cercanía de esos seres babeantes la emocionaba, en ocasiones se llevaba las manos a la falda en intento de subirla, bajar su pantaleta hasta las rodillas, ponerse en cuclillas, abrirse de piernas y dejar que el chorro fluyera al suelo húmedo, lleno de hongos, pero se detenía, emocionada, llena de calor en todas las partes de su cuerpo. Oía a los buscadores de trufas, los presentía con sus gemidos de bestias excitadas. Ikarena, era una niña igual que ustedes, hilo de agua para los sueños de los niños bonitos”.
Baldomiano siempre terminaba sus cuentos con la oración inicial. Con esto redondeaba su actuación y las niñas aplaudían, lo abrazaban, lo besaban, lo tocaban, lo amaban. Sólo Yesenia, su consentida, lo ignoraba. Ella seguía secándose el cabello, con un movimiento de mariposa en sus manos. Cuando Baldomiano, serio, preguntaba la razón de su desprecio, ella, sin verlo a los ojos, le decía: “¡Sos muy mal escritor! Tus cuentos nunca terminan”, y él prometía que para la próxima ocasión le escribiría una historia fantástica, increíble, ¡el mejor cuento del mundo!, pero ella se levantaba y corría al otro lado del patio donde ya la esperaban los otros niños para jugar a saltar la cuerda, a la comidita y a las escondidas. Baldomiano metía las manos en las bolsas de su pantalón y, triste, le pedía al portero le abriera. Ya en la calle se sentaba en la banqueta, sacaba un cuaderno y un lápiz y comenzaba a escribir la historia prometida. Así era siempre que Baldomiano Aguacates, famoso niño escritor comiteco, llegaba a la Casa de Niñas.