viernes, 1 de abril de 2011

LOS RESTOS DEL RESTO



Dice el poeta: “son los restos de vida que nos toca”. Al tío Alfonso le gustaba salir de su casa para “caminar el resto de la tarde”. Tal vez por esto, el otro día que platicaba con su hijo Juan me preguntó: “¿Qué vamos a hacer el resto de nuestras vidas?”
De niños apostábamos “el resto” y colocábamos sobre el suelo el sobrante de canicas. Por esto, Mónica siempre recriminó a su novio Enrique cuando éste le decía que “la quería un resto”; es decir, casi el sobrante.
¿Qué hemos hecho con lo anterior, digamos con el resto que agotamos antes del resto? Cada día nuestro resto se agota y, ¡oh, tragedia!, ningún mortal sabe de qué tamaño es ese morral.
A Jorge le gusta ver la televisión. Sin saberlo él fue un precursor de la teoría del Secretario de Educación, a nivel federal, porque todas las tardes, a partir de las cinco, prende la televisión y mira las telenovelas. El otro día llamó mi atención lo que dijo: “si la gente viera telenovelas no tendría tiempo de hacer guerras”.
Cuentan que Martha, la hija de doña Abundia, llegó una tarde a la casa de Eusebio y, con desparpajo, con los brazos en jarras, le dijo al muchacho: “Vengo a vivir con vos el resto que me queda de vida”. Eusebio tuvo que detenerse en el marco de la puerta. No podía creer que la muchacha más bella de Comitán le hiciera tal propuesta. Quiso pensar que era una broma producto de alguna apuesta, pero no se atrevió a decirle algo a ella, porque vio en sus ojos que ella hablaba en serio. La maleta a sus pies ¡así lo constataba!
Doña Esperanza, mamá de Eusebio, limpió el cuarto destinado a las visitas, regó el piso de ladrillos y puso una manta blanca sobre la cama. Cuando el hijo entró a decirle que Martha se quedaría a vivir con ellos, doña Esperanza le enseñó el arreglo esmerado del cuarto. La señora se sentó en una silla, al lado de la ventana que daba al patio trasero y dijo: “Yo sabía que ella vendría. No me preguntes cómo lo sé, pero el hijo que tiene en su vientre será tu hijo y yo lo voy a querer como mi nieto”. Martha entró y corrió a abrazar a la mujer, se hincó ante ella y la vio con el rostro inundado de lágrimas. Eusebio no comprendía algo, tuvo que detenerse de nuevo ante el marco de la puerta. “Eres bienvenida, Martha. Desde hoy puedes decirme mamá”. La muchacha se limpió las lágrimas con el dorso de su mano y balbuceó un ¡gracias, mamita!
La señora llamó a su hijo y le pidió que fuera por la maleta. Cuando quedaron solas, doña Esperanza dijo: “Mi hijo te ha querido siempre”. Lo sé, dijo Martha, por eso vengo a vivir acá. “Acá serás feliz”. Sí, lo sé, dijo ella, lo seré por el resto de mi vida. Abrió su bolso de mano y le entregó un papel doblado y sucio. La señora leyó: “Puta, te vas a arrepentir el resto de tu vida. Esta deshonra no la vamos a tolerar”. Me lo dio mi papá, cuando me echó de la casa, dijo ella.
Jorge apagó el televisor, abrió el refrigerador y sacó un pañuelo del congelador. Se colocó el paño sobre su frente y pensó que no le había gustado esta telenovela porque Martha nunca dijo quién era el verdadero padre del hijo que esperaba. Abrió la puerta de su casa y miró a los hombres que, en la plaza, estaban sentados, platicando. Así, lo sabía, se pasarían el resto de la tarde.