sábado, 28 de mayo de 2011

CISTITIS DEL ALMA



Fue una tarde cuando a Leopoldina le comenzó el mal. Estaba tranquila, tomando café con pan, en el balcón de su casa, mirando la calle, cuando sintió lo que en Comitán llaman “flato”, que es algo como un desasosiego. Dejó la taza de café y puso su mano en el pecho y a San Caralampio imploró sosiego, pero su corazón marchaba bien, era algo que estaba más allá de meros órganos del cuerpo. El flato es una opresión que aparece de pronto sin saber porqué y estruja al espíritu sin miramientos. “Haga’sté de cuenta que sos’té una camisa mojada y lo están exprimiendo y nunca se seca’sté”, así don Concho define al “flato”.
“Sí”, le dijo el doctor Pérez, “tiene usted Cistitis del alma”. A quien padece esta enfermedad, todo mundo lo sabe, le dan ganas de llorar a cada rato y siempre queda con la sensación de que no se vació por completo. Es feo llorar de a poquito. Una piedra de agua siempre está atorada en la garganta y quién sabe en qué otras partes del cuerpo.
La comadre Virginia le dijo a Leopoldina que no se preocupara de más, porque con la preocupación la enfermedad agrava. “Lo que pasa es que te dio un tu repasón de nostalgia, pero ya te pasará. Vení, llorá”, le dijo e hizo que se recostara sobre sus piernas. Virginia tomó un cepillo de cabello y, como si Leopoldina fuera un potrillo, la acarició.
Leopoldina lloraba ante lo más sencillo de la vida. Lloraba ante la fachada escarapelada de su casa (esa tristeza del color deslavado que está detrás de los colores nuevos); lloraba ante el vuelo del pájaro (¿cuál es el sentido de su vuelo?); lo hacía ante el mínimo azote de viento, de ese viento que movía lento el camisón de la abuela en el lazo del tendedero (¿por qué nunca se le quita ese olor a orín, a viejo?).
Lloraba al ver cómo su abuela se desgastaba tras el mostrador de la tienda casi vacía; lloraba al ver las piernas varicosas de la tía Romualda; lloraba ante el silencio del interior de los templos, ante la mujer con la veladora prendida frente al santo; lloraba ante las ventanas abiertas de los asilos; ante la inutilidad de las piedras del monte; ante el flujo incansable del río de aguas sucias. Lloraba ante la luz indefinible que toma el mundo cuando el sol se oculta; ante el sonido del saxofón que todas las tardes toca el vecino que es ciego; ante la muchacha que, en un motel, abre sus piernas para que el hombre le meta sus asquerosos dedos; ante el teporocho que, desde las seis de la mañana, se reúne con sus compas y bebe a pico de la botella de “charrito”.
Quien padece de Cistitis del alma llora por todo y por nada. Es una enfermedad rara y fea. El espíritu se llena de nada y como si ésta fuese aire comienza a inflar todas las recámaras. ¡No hay manera de pinchar el globo! Hasta que un día, igual que como llegó, el mal se aleja, las aguas bajan y ya nada más se trata de sacar el lodo de los cuartos y de los patios. El sol regresa. Leopoldina se emocionó ante el renuevo del árbol de durazno, ante la mínima florecilla que brotaba, pero no lloró. Supo entonces que se había curado. Miró el cielo y lo vio inmenso, respiró hondo y sintió algo como un descubrimiento. El viento removió el framboyán y una lluvia de flores secas cayó sobre el suelo. ¡Y no lloró! Dos niños treparon al árbol y la niña, con la cara manchada de mermelada, dijo: “soy un pájaro” y abrió los brazos y sintió el aire en su rostro. ¡Y Leopoldina no lloró! El flato se había ido.