viernes, 20 de mayo de 2011

DE UNA CALLE SIN NOMBRE



Escribí que en Comitán existe un “Centro de Capacitación en Belleza” que se llama Rosario Castellanos. Héctor Cortés Mandujano, mi amigo y talentoso escritor, me escribió y dijo que Efraín Bartolomé le contó que en algún lugar hay un estacionamiento que se llama Amado Nervo (capaz que no falta el simpático bardo que al sacar su auto le dice al cobrador: “¡Nada te debo, estamos en paz!”).
Lo común es que las escuelas, plazas, calles y demás lugares públicos lleven nombres de famosos. La relación es amplia: escritores, poetas, maestros, científicos, políticos, héroes y demás humanos orlados con coronas de olivo (en Comitán, para variar, existe una colonia que lleva el nombre de la mamá de Elba Esther Gordillo; señora que, juran quienes la conocieron, no tuvo más mérito que procrear a la famosa lider).
Como en la vida hay rangos, así algunos a duras penas alcanzan el nombre de una calle media extraviada mientras otros logran el mérito de que la ciudad entera ostente su nombre. Acá don Belisario Domínguez tuvo más peso y logró cercenar el “de las flores” que ostentó Comitán durante mucho tiempo (aún hay compas románticos que le botan el “de Domínguez” y le encaraman el nombre anterior; así como hay lectores que siguen llamando “Balún-Canán” a este pueblo).
Pero no sólo nombres de famosos se cuelan. A veces, el prodigio asoma con la misma tranquilidad con que el sonido da vuelta en las esquinas. Don Conrado Espínola, una mañana dijo: ¿Y yo por qué no? Tomó un bote de pintura roja, una brocha, cargó una escalera, abrió la puerta y colocó la escalera en la esquina de su casa. Veinte minutos después bajó de la escalera, fue a la banqueta de enfrente y, satisfecho, leyó el letrero con letras chuecas: “Calle Conrado Espínola”. El letrero lo colocó debajo del letrero oficial de 5ª. Avenida poniente norte. Sus amigos disfrutaron la “puntada”, pero él insistió en que no era una ocurrencia, era, así lo dijo, “reparar un error imperdonable”. Don Conrado murió hace varios años, pero, de manera muy tenue, todavía se alcanza a leer su nombre en la fachada de su casa. El otro día platiqué con uno de sus sobrinos y le dije que sería bueno repintar el letrero, pero él se negó. Dijo que no debemos alentar ideas extrañas. El nombre de una calle debe estar aprobado por el Cabildo del Ayuntamiento. “Si no -dijo- al rato todo mundo va a querer tener su calle”. Estuve de acuerdo con él y le dije: “Sí, capaz que al rato Elba Esther le pone el nombre de su mamá a una colonia”. Él rió de buena gana y dijo que sí, que ¡ese es el peligro! Íbamos caminando por la calle Rosario Castellanos, frente al Centro Cultural Rosario Castellanos.
Por esto don Concho Aguilar me cae bien. Él invitó a sus compas a una beba en la Cantina “La Granja”. La invitación, muy formal, decía: “A la develación de la placa que se colocará en la esquina de su propiedad”. Ahí está todavía la placa con el nombre de tío Concho, que da testimonio de su fidelidad hacia dicha cantina. Desde el año 1984, hasta 2004, asistió todos los viernes a echar su trago. Ya los meseros sabían que la mesa de esa esquina estaba reservada para él. “”De lunes a jueves se las presto a los otros”, era su dicho, siempre que se sentaba con sus compas.
Tío Concho nunca tuvo una calle con su nombre. Se conformó con tener una mesa. Algunos bebedores actuales, en lugar de decir que van a beber a “La Granja” dicen: “¡Vonós a la esquina de tío Concho!”
Algún día, estoy seguro, el Héctor Cortés Mandujano tendrá su calle en Berriozabal. Ya le dije que ni se vaya a enojar cuando camine por ella y mire a dos bolos orinándose en la “Héctor Cortés”. La piedra agarra más brillo con los gritos y excrecencias de los bolos.