miércoles, 11 de mayo de 2011

EN BLANCO Y NEGRO


Con un abrazo para mi hijo Fernando

Socorro Trejo, destacada poeta, dio un taller de poesía. “Cierren los ojos y piensen en una luna”, nos dijo a los participantes. Cerré los ojos, igual que los demás, pero, a diferencia de los otros, yo no logré ver algo. ¡Siempre me sucede así!
¿Por qué los gurús alientan a dejar la mente en blanco? ¿Esto es posible? Lo pregunto porque siempre que cierro los ojos ¡veo todo negro!
Cuando Socorrito ordenó que abriéramos los ojos (después de un minuto), tuve la misma sensación de cuando salía de la matiné del Cine Comitán, el domingo a las dos de la tarde.
Cuando tocó mi turno de compartir mi imagen, dije que, en cuanto oí la palabra luna, la imagen del cuadro de Remedios Varo se apoderó de mi mente. Vi la luna, enclenque, encerrada en una jaula, siendo alimentada por una mano igual de enclenque, pero luego la luna se infló como la panza de tío Concho, satisfecha con la mano que la alimentaba. Al final, cuando abrí los ojos, la luna ¡estaba llena! Pero ¡esto no fue cierto! Vi, ya lo dije, ¡nada! Inventé algo porque no podía quedarme callado, cuando los demás compañeros participantes compartían su visión lunar. Unos vieron lunas llenas sobre tejados, lunas brillantes reflejadas en lagos o lunas, como uñas de gato, colgadas en el cielo. Un compañero dijo que su mente le había hecho un juego y, en lugar de ver una luna, vio un sol rojo, como el de la bandera de Japón. Luego, cuando leyó su ejercicio entendimos el motivo: “no vi la luna, porque no estabas tú”. ¡Ah, un enamorado solar!
Siempre que cierro los ojos veo la oscuridad total. Como si entrara a un cuarto oscuro y mis ojos, ¡jamás!, lograran acostumbrarse a esa penumbra, como si ese movimiento de párpados fuese una guillotina y cercenara mi visión. Me miro ciego, me siento ciego. Tal vez, por esto, en la vida real, con los ojos abiertos, voy tentaleando, apoyándome en las paredes del aire.
Mientras la poeta explicaba el concepto de símil y daba ejemplos o leía versos de Efraín Bartolomé o contaba una anécdota de Sabines, yo seguía preocupado por mi mente en negro. ¿A qué se debe esta incapacidad de poder visualizar, ya no una piedra sino un simple guijarro? Cerré los ojos (como si me concentrara en el verso que Socorro leía) y traté de imaginar un fonógrafo, uno de esos aparatos llenos de polvo que se ven en los aparadores de los bazares. ¡Nada! Intenté con un vaso de agua, pero en cuanto lo pensé retrocedí porque nunca falta el sabio que pontifique en la inexistencia de vasos de agua e insista, con poses de Doctor en Filosofía, egresado de Harvard, en que los vasos son de cristal o de unicel o de plástico o de nube. Para ese instante, Socorro ya había terminado de leer el poema de la maestra Lupita Alfonzo y yo, con cierta pena, debí abrir los ojos para no parecer un grosero. Volví a salir de la sala de la matiné y entré a la luz del día. Di gracias a Dios por poder dejar a voluntad la negra estancia de mi cerebro y de mi memoria.
¡Ya decidí que para la próxima vez que, como ejercicio literario, deba cerrar los ojos, imaginaré que la indicación del Maestro es: “Piensen en un cuarto oscuro”! Sé que entonces no tendré problemas en imaginarlo.
¿Poner la mente en blanco? Nunca lo he logrado. “Ni lo lograrás”, diría don Teofilito.