miércoles, 15 de junio de 2011

EN BUSCA DEL TERRITORIO EXTRAVIADO



“¿Qué es lo que más te gusta en la vida?”, preguntó mi compadre Abenamar a Arcadia, su hijita de siete años, “Mirar las sábanas asoleándose”, respondió.
El pasado 8 de febrero, cumpleaños de la abuela de Arcadia, la niña le dijo: “Abue, abue, ¿te canto las mañanitas?”. Doña Robusta, que le hace honor a su nombre, dijo que sí, se sentó en su “butac” y, con una sonrisa de tapir disecado, miró a su nietecita y esperó. La niña subió a una silla de madera, abrió sus brazos como si entregara un regalo y cantó: “Qué linda está la marrana, que yo vengo a saludarla…”. El rostro de la doña tomó el color de la brasa del fogón y si no golpeó a la niña es porque ésta brincó y desde la puerta le dijo: “Es broma, abue, es broma. Felicidades” y desapareció.
“¿Por qué le pusiste el nombre de Arcadia?”, le pregunté a Abenamar un día que, en el patio de su casa, hacía injertos a arbolitos de limón. “Por mi viejo, compa. Todas las tardes se sentaba debajo de este árbol y me contaba de una tierra maravillosa, llamada Arcadia. Decía que ahí todas las cosas eran de todos y nadie trabajaba. Que todo se daba de manera natural. ¿Y dónde está esa tierra maravillosa?, le preguntaba, y él sacaba un mapa ajado de la bolsa de su pantalón, lo extendía sobre el suelo y señalaba: ¡acá está! ¿Y está muy lejos?, decía yo. No, no, decía él. Muy pronto iremos allá. ¿Y dónde vamos a vivir?, preguntaba mi mamá, ¿en qué vas a trabajar? ¡No te digo que todo es gratis! Allá hay casas para todos. Las vacas y las cabras están en los patios y cuando una familia llega, todo el mundo le da la bienvenida y el jefe de familia puede escoger la casa que quiera y los animales que quiera. ¡Te digo que todo es de todos! Podés agarrar una cubeta y sentarte a ordeñar la vaca del vecino y nadie dice nada. Era un choro mareador que siempre nos echaba. Cuando le pedía algo para la escuela él me decía que no podía comprarlo porque estaba ahorrando para llevarnos a Arcadia. Mis zapatos y mis pantalones siempre tenían hoyos y mi mamá tenía que lavar ajeno para que más o menos comiéramos. A veces, mi hermana y yo nos acostábamos con la panza vacía”.
¡Ah, ya entiendo, compadre!, dije. “No, no -dijo Abenamar-, no entendés. El día que nació mi hijita la envolví en unos trapitos blancos de algodón, crucé el patio lleno de sol y caminé hasta este árbol. Mirá, le dije, acá está tu nieta. Se llamará Arcadia. Abrazala. Mi viejo se quitó el sombrero y con las manos temblorosas la abrazó. Ahí los dejé a los dos. Entré a su cuarto y quebré el cochinito que estaba bien pesado. Repartí el dinero en cuatro partes: una para mi mamá, otra para mi hermana, una para mí y otra para el viejo. Cuando le di su parte, me dijo: que sea para Arcadia. Me presentó a mi hija y yo la abracé. El viejo volvió a ponerse el sombrero y cerró los ojos. Ahora sí ya entendés”.
La otra tarde llegué a la casa y en cuanto Arcadia me vio corrió a abrazarme. Yo la cargué, le di vueltas como si ella fuera una sábana; como si estuviera sobre un tendedero y el viento la alargara en el aire; como si su risa fuera ese estirarse de tripa contenta de gato.
Luego, acezantes los dos, nos sentamos en la barda del corredor y vimos el tendedero. Las camisas recién lavadas se movían impulsadas por el viento. La tarde era como una rebanada de sandía. Hubo un instante en que presentí una camisa como la de un fantasma porque parecía a punto de levantar el vuelo; pero sucedió lo contrario: el lazo podrido cedió y toda la ropa se llenó de tierra. Arcadia rió. Doña Robusta salió de la cocina y, con el paso veloz de una gansa, se apresuró a levantar la ropa, pero lo hizo de manera tan atolondrada que resbaló y quedó hincada. Arcadia no podía más, se llevó las manos a su estómago y somató sus piecitos sobre el suelo. Su risa se oía a dos cuadras y el par de guajolotes le hacía coro.
A partir de hoy, digo que a mí también me gusta ver cómo se asolean las sábanas. ¡Es muy divertido!