lunes, 6 de junio de 2011

UNA NANA


Con un abrazo para Lupita de Avendaño y su familia.

Murió la maestra Alicia Córdova. Algunos, querida Maestra, tienen la costumbre de “hablar” con los muertos, yo, no sé por qué, tengo la costumbre de “escribir” con los muertos. La costumbre de mirar en el papel los rostros de los ausentes y repasar las líneas de sus ojos y de sus labios. Ahora, por ejemplo, veo tu rostro, el que ya no está más que en esta blancura que hoy me asombra y me cobija. Muchos necesitarán a partir de hoy acudir a las fotografías, a los demás nos bastará mirar el cielo para encontrar tu rostro de nube, de agua.
Fuimos a enterrarte. El cielo estaba limpio, azulísimo y los dolientes tenían, a pesar de su pena, un aura de aire. Tal vez es tu herencia, es la mano de agua con la que llenabas todas las almas. ¡Y cómo no, si vos fuiste por muchos años, directora de un jardín de niños! ¿Mirás qué privilegio? Hay millones de mujeres en el mundo que se dedican al cultivo de rosas, de claveles, incluso de amapolas, ¡santísimo corazón de Jesús!, pero, ¿cultivo de niños? ¿Con qué agua se riegan esos brotes débiles, débiles como espárragos?
Uno de tus sobrinos dijo: “¡Qué bochorno!”, y buscó el amparo de la sombra en una capilla abierta, una que tenía la fecha de 1958. A vos, querida Maestra, saber a qué hora te dio la gana de buscar la sombra de la sombra. Hay un instante en que el bochorno de la vida sofoca, asfixia. Me cuentan que tenías más de noventa años. ¿Cuántos de éstos cuidando el cordel de la vida? ¿Cuántos intentando volar mínimos papalotes en la magnificencia del cielo?
Cuando los albañiles comenzaron a tapiar tu cuarto provisional, una mujer con rostro de margarita en florero, comenzó a cantar, muy tenue, muy desde el abismo: “Hay que morir para vivir. Entre tus manos…”, y el coro comenzó a crecer como crecen los hongos al toque de la lluvia. Una de tus nietas se afianzó más al árbol que abrazaba y dejó que su carita se llenara de agua. El cielo estaba limpísimo, azul, intocado, y, sin embargo, había una humedad que era como una piedra en la garganta.
¡Qué contrasentido, querida mía, qué contrasentido! Tu hija Lupita, tus nietos, tus sobrinos, tus primos, los tuyos, pues, no entendían bien a bien por qué hay que morir para vivir. ¿Qué es entonces esto que llamamos vida? ¿Qué es este sueño donde quedan los tuyos tocando las paredes del aire para alcanzar el hilo de tu ausencia?
Fuiste la directora del Jardín de Niños “Francisco Sarabia”; es decir, fuiste la cultivadora de muchísimos niños que estudiaron en un plantel dedicado a un hombre “dedicado” al vuelo. Ahora vos, querida Maestra, también sos conquistadora del cielo. Igual que en el canto de la mujer, parece que el vuelo de los ausentes también tiene el aroma del contrasentido, ¿es necesario bajar a la tierra para subir al cielo?
Los que te acompañaron esa mañana tenían la mirada como extraviada, ausente. Pensaban quién sabe en qué tantos ríos, pero, estoy seguro, el agua de esos ríos iban a dar a la mar que era tu destino y tu horizonte.
No sé por qué “escribo” con los muertos. Hoy “escribí” con vos. Cuando la mujer comenzó a cantar me resistí a seguir ese ritmo y esa letra. En automático apareció una ronda de esas alegres que cantan en los jardines de niños. Era como una nana para tu sueño, como un elogio para Dios por tu presencia. ¡Hasta la vuelta de la esquina, querida Maestra!