viernes, 17 de junio de 2011

RÍOS DE AIRE



A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como La Nada, y mujeres que son como El Todo.
La mujer Nada es la más sencilla del mundo, es cordel del viento enredado en la brizna más sublime. La humanidad, desde siempre, la ha convertido en objeto de su burla: “¿Ella nada? ¡Nada, nada!”. Mas, detrás de esa ronda de circo ¡está la sabiduría! De su ventrículo izquierdo proviene el corazón del hombre. ¿De dónde el origen de la vida si no de esa sustancia íntima que lleva en su mirada? De La Nada ¡todo!, y con El Todo ¡Nada!
Es el aro que circunda al universo, la liga que se distiende al infinito. Por esto, el hombre que la seduce es un hombre bendito por la mano de Dios.
Nunca falta el hombre que la desconoce. Se sabe que los hombres (¡ah, ignorantes!) siempre quieren el Todo. Nunca, nunca, se conforman con menos. Si alguien les cede la mano, ellos, voraces, quieren tatuar su nombre en las nalgas y en el cuello. Los hombres (¡ah, ciegos!) no advierten que La Nada ¡es Todo! ¿De qué está lleno el universo? ¿No es el aire la esencia más soberana?
Mi abuelo Enrique contaba su experiencia con una mujer que él llamaba la mujer más bella que jamás había visto. Sentado en la orilla de un río, allá en Acapetahua, vio a una mujer deslumbrante: falda de algodón a mitad del muslo y blusa con un escote que dejaba ver la mitad superior de sus pechos llenos de sudor La sombra de ella era casi imperceptible porque era la hora sagrada del mediodía. Su flama era tan intensa que mi abuelo, como si viese al Sol de frente, desvió la mirada. Se concentró en el movimiento del agua. La mujer caminaba al ritmo del río, en la misma dirección, pero cuando pasó frente al abuelo ¡la imagen reflejada se congeló en la piel transparente del río! Mientras el agua y las nubes fluían ¡la mujer permanecía suspendida! Mi abuelo contaba que fue un instante apenas, porque al otro segundo el Sol se había ocultado. Lo contaba con una emoción en sus labios y en sus manos, con un leve temblor en su vientre. “¡Fue como si Dios se hubiera sentado en medio de todo!”, decía y secaba sus manos sobre su pantalón de mezclilla. “Como si una burbuja llena de nada abriera el mar del universo”, continuaba. Y yo, haciendo dibujos en la arena, pensaba que mi abuelo había visto a una mujer Nada. El brillo de sus ojos así lo atestiguaba.
Benditos los hombres que tienen a su lado a una mujer Nada y saben reconocer que en sus manos está la luz del canto del cenzontle.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que tienen hilos de luz en sus manos, y mujeres que los bordan en el fogón de su vientre.