martes, 28 de junio de 2011
LUZ PARA SIEMPRE
Dedico este textillo a Ana Sofía, una niña que
me da su bendición siempre que me encuentra.
“Angelito te regaló una Arenilla”, me dijo Paty. Le dije que no, Angelito me regaló un instante para siempre. Yo estaba en la oficina, atendiendo a una persona, cuando una carita se asomó en la puerta. ¡Un niño bellísimo me sonreía! (¡Dios mío, a mí, que tengo cara de periódico arrugado!). “Hola”, le dije, él entró y dijo: “Mira, es el carro de la basura”. Tenía un carro tanque de plástico en la mano y me lo enseñaba. Estaba a punto de decirle que era un carro de guerra, cuando caí en la cuenta de que él realizaba el máximo prodigio de la vida: ¡transformar las esencias! Yo estaba mal, todo el mundo estaba mal, ¡ese carro era el de la basura! “Señor, ¿jugamos?”, me dijo. La persona que estaba conmigo se paró, tomó su portafolio y dijo algo como: está bien, en eso quedamos (¡quién sabe en qué habíamos quedado!). Me hinqué y recibí el carro que dio cuerda desde el otro extremo de la oficina. ¡Los dos nos sentimos tan a gusto en el suelo, el territorio natural de los niños!
Ángel se apareció por ahí, porque la abuela llegó a hablar con el Director de la escuela. Mientras la señora arreglaba su asunto, la hija y el nieto se sentaron en el lobby. De ahí brotó su luz. A la hora que la abuela terminó, la mamá de Ángel se asomó y dijo: “Vámonos ya, Ángel, dale la mano al señor”. En ese momento supe que se llamaba así. Yo no quería que se fuera. ¡Estábamos jugando tan a gusto!
Angelito entró como entran los pajaritos a los cuartos de las casas. A veces, un pajarito entra de improviso, juguetea, se encarama al dosel de una ventana y luego se aleja.
Paty tiene razón en parte, hubo un tiempo en que vivía para escribir. Estaba en una ciudad de visita y, en lugar de vivirla, colectaba datos e impresiones para luego volcarlos al papel. Un poco como lo que hacen algunos turistas que, en lugar de vivir, toman fotos y fotos. Cuando los turistas regresan a su casa se dedican a recordar el viaje a través de las fotos. Hoy, ya no tomo datos, ya no tomo fotos. Todos los instantes y los paisajes los embarro en mi corazón. Así lo hacía cuando niño. Ángel llegó y jugó. Seguro estoy que ahora mismo ya no recuerda “al señor”. No tiene por qué, la misión de los ángeles es, simplemente, llenar de luz a algunos elegidos. Ese día, Dios me consintió y me mandó a una de sus criaturas más hermosas.
Mientras estuve en el suelo, jugando carritos, colocándole los brazos al muñeco, ¡me sentí muy bien! Los niños juegan con el agua sin pensar en embotellarla para venderla; juegan con la tierra sin hacer mediciones para construir condominios; juegan con las nubes y visitan planetas donde hay rosas, sin necesidad de consultar con la NASA (¿verdad que sí, querido Principito?). ¡Ah, el viento de los niños es el viento más sublime! No sé en qué momento los adultos echamos a perder a los niños. Hay un instante en que la cuerda de la inocencia se atora y se convierte en nudo. Ese instante ingrato nos tuerce para siempre. A partir de ahí, la vida no será más que un continuo tratar de desamarrar ese nudo. Pero, ya ustedes lo saben, lo único que logramos es hacerlo nudo ciego. Y así, ciegos, tatarateros, caminamos todos los caminos.
No faltará el adulto que diga que este texto es un absurdo; no faltará quien reclame destinar este espacio a asuntos más urgentes como la inseguridad y la violencia. Pero sé que algún lector invocará la figura de un angelito, de alguien que asome su carita por encima del escritorio y diga: “¿Jugamos, señor?”. Sería maravilloso, entonces, que este papel periódico sirva para algo bueno, cuando menos una vez en su vida: ¡para hacer barquitos de papel y jugar a los piratas sobre el suelo! Gracias, Dios, por tocarme con la luz más tenue.