sábado, 16 de febrero de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL ACTO SUBLIME

Querida Mariana: ¿cuál es tu día más grande? ¿Es el día de tu cumpleaños? O ¿acaso es el festejo del Día de las Mujeres más Lindas de este Mundo? No, no creo. Vos sos la niña más linda del mundo, pero el festejo no existe. Habría que institucionalizarlo. Ese día yo lo celebraría en tu honor. Desde temprano entraría al patio de tu casa y pegaría una reja de papel de china en tu cuarto; le pagaría a un grupo de marimbistas para que tocara Las Mañanitas y te ofrecería un tamal de bola, con su chilito de Simojovel y una taza de chocolate, bien caliente. Y te daría un abrazo, y como regalo especial prendería una hojita de albahaca en el balcón. La albahaca, dice mi tía Eulogia, evita la ansiedad, lo que ahora los posmodernos llaman stress.
¿Cuál es el día más grande de Comitán? ¿El día de Santo Domingo? O ¿acaso es el día de San Caralampio? El comercial de “Whiskas” dice “ocho de cada diez gatos prefieren whiskas”. Parodiando podemos decir: “ocho de cada diez comitecos católicos prefieren a San Caralampio, un santo que es cristiano”. Y no se trata de competir, porque estos fieles también tienen en su corazón a la Virgen de Guadalupe y a San Francisco y a San Goloteo. ¡Uf! El corazón de los fieles es más grande que el Estadio Azteca y alberga a decenas de santos y vírgenes. No, no se trata de discriminar y botar a los demás. Se trata de decir que los comitecos tienen una especial inclinación por ese santo. ¿En qué consiste la magia de San Caralampio? No lo sé. Lo único que sé es que cientos de comitecos que viven en otras ciudades de México o del mundo tienen una imagen del santo. Esa imagen, a veces, es una réplica fidedigna de una fotografía; otras veces es una imagen de bulto. Esta imagen puede ser de yeso, de alguna resina o de madera y las hay de todos tamaños. El otro día te conté que vi un “transformer”. El santo mueve los brazos, como si fuese un robot. ¡Es una genialidad! Está con sus manitas unidas, en actitud de rezo, pero, si quiere descansar, entonces, baja las manos, como si alguien diese la orden: ¡descanso, ya!
Vos sabés que soy escaso y huraño. Casi no me doy. Soy tímido y eso de las relaciones sociales no muy se me da, me “engento”. Las multitudes y los festejos no están dentro de mi catálogo de vida cotidiana. Pero si bien no acudo a festejos ¡los disfruto de lejos! Me seducen las multitudes. ¿Cómo es posible que una persona o entidad convoque a cientos o miles de personas? Cuando veo un concierto de U2 en la televisión quedo “turulato” al ver ese hervidero de gente, como si fuese un silo lleno de granos de luz. Ah, qué derroche de energía. Los hombres y mujeres se mueven como si fuesen una culebra de viento, cierran los ojos, cantan y levantan los brazos como si adoraran a Dios. ¡Qué pértiga para elevarse al cielo! ¡Qué catapulta para alejarse de la miserable hendija rutinaria! Me subliman esas multitudes. ¿Cómo en apenas un punto se concentran tantas personas llegadas de tan lejanos puntos? Bueno, salvadas las proporciones, un fenómeno similar ocurre en el festejo en honor a San Caralampio. ¡Pucha, qué prodigio! El día 10 de febrero, decenas de personas de diversas comunidades rurales caminan hasta el punto de reunión. Imagino, sólo imagino, los preparativos. Se levantan a las cuatro de la madrugada y las mujeres avivan la brasa para calentar el café, los frijolitos y las tortillas, para el camino. Los perros husmean por las rendijas, sienten el aroma del tasajo. El cielo aún está lleno de estrellas, todo está en calma. Apenas el viento mueve algunas ramas de los espinos. Nada advierte que horas después, esa tranquilidad se convertirá en un festejo pleno de rezos, murmullos, cohetes, sonidos de tambor y pito. Lo único que permanecerá inalterable será el hilo de la fe. A esas multitudes los mueve el hilo de la fe. Es la promesa de cada año. Ir a celebrar a San Caralampio, agradecer los dones. Los mueve una “manda”, algo como un pacto Divino. Cada fiel sabe el motivo real de su caminata. A las once de la mañana, a la hora que el sol comienza a desgajarse con fuerza, los peregrinos ya llevan el adelanto de una larga caminata desde su comunidad. A las once, en El Chumis, el punto de reunión, el rumor de cientos de personas es como el de un panal. El sol se abre como flor e incendia los rostros de los caminantes. La multitud también se abre, en cientos de pétalos, en cientos de soles. ¿Desde cuándo lo hacen? ¿Vinieron por primera vez de las manos de sus papás? ¿Quién sabe, bien a bien, cómo la estafeta pasa de generación a generación?
Los fieles de las comunidades rurales se posesionan de las calles de la ciudad. Todo se detiene para que ellos caminen con las flores en sus manos. En sus manos llevan ramos de “nubes”, casi casi como si dijeran que ofrecen el cielo a Tata Lampo. Este año los vi de lejos. Los vi caminar las subidas (desde el Cedro hasta el mero Centro); los vi con sus pies cansados en huaraches; los vi con la frente sudorosa. Los vi eternos, infinitos, como si la piedra de todo el año se convirtiera en un simple algodón de aire. Vi a los vecinos, de los barrios por donde pasa la romería, adornar las calles. Los vi colocar hilos enredados en banderas de plástico. Fue para decirles a los caminantes que estas son sus calles, que éstos son sus cielos. Vi a los caminantes besar con sus pies el suelo de las calles, como si en ese acto los bendijeran para siempre, como si su sudor fuese agua bendita.
A quienes participan en la romería los convoca una historia: la de San Caralampio. Nada es casual en la vida. No fue casual que (según doña Lety Román de Becerril), en 1850 la imagen del Santo apareciera en las alforjas de un hombre llamado Otero que llegó a Comitán. ¿Era su nombre o era el apellido? A veces me confundo y, en lugar de leer Otero, leo Otelo. Este último nombre me recuerda a Otelo, el moro Veneciano, de Shakespeare. Y entonces digo que hay ligas en el Universo que no son visibles a primera vista. Y digo que hay ligas porque alguien me cuenta que, antes, en la romería del 10 de febrero participaban “los moros”. ¿Mirás qué coincidencia?
Cuando veo las multitudes, así sea que asistan a un encuentro Pumas-Águilas, o a un concierto de U2, o a una romería, pienso que la conforman individuos. La magia está en la confluencia de tantas y tantas personas en un solo acto. Hay, en la multitud, un hilo que amarra a cada individuo: pasión. Todos los que asisten a un encuentro de fútbol lo hacen porque les apasiona ese deporte; lo mismo sucede con los fans de U2, lo mismo con los fieles que acuden, llenos de luz, a la romería que celebra a San Caralampio.
Ya nuestros mayores nos han contado cómo la historia de San Caralampio es una historia de milagros. Desde los milagros que narran, con emoción, los fieles que en la romería cumplen una manda, hasta los que se preguntan cómo Él logró el milagro de convivir al lado de santos católicos y, digámoslo con respeto, desplazarlos de su sitial de honor. ¿Un santo ortodoxo en un templo católico? ¿Se ha visto esto en alguna otra parte del mundo, con respecto a algún otro santo? No lo sé. ¡Yo qué voy a saber, niña bonita! Lo único que sé es el fervor de cientos de fieles que no se confunden: aman a San Caralampio.
Hace muchos años, una señora me contó que su hijito estaba muy malo, los doctores dijeron que el niño iba a morir. La mujer salió del consultorio, lo envolvió con una colchita y caminó con rumbo al templo de San Caralampio, lo hizo con prisa, casi corriendo, casi tropezando. Subió la escalinata y, desde la entrada, le pidió a San Caralampio que lo curara. “Señor, haceme el milagro que mi criaturita viva”. El templo estaba vacío, apenas unas veladoras iluminaban el deseo de la mujer. La mujer llegó frente a la imagen, se hincó y destapó la carita del niño. La mujer (lo juro, mi niña), me contó que en cuanto la carita del niño quedó destapado, algo como una luz lo iluminó, abrió los ojitos y dijo: “Agua, mami, agua”. ¡Claro, el niño se salvó! Danielita Chapela, hace pocos días, en el programa de radio “Crónicas de Adobe”, contó una historia semejante. Danielita dijo que San Caralampio le hizo el milagro de salvar a su hijo recién nacido. Los doctores habían vaticinado que no sobreviviría. ¡Ah, los doctores! ¡Ah, el mundo terrenal! A veces, aseguran los creyentes, hay rendijas por donde se cuela una luz Divina que es imposible de explicar.

Posdata: hace cinco o seis o diez días caminé por la 8. Una calle que va del Cedro al semáforo del entronque con la carretera a Las Margaritas. Caminaba cuando de pronto, en una casa modesta, vi un altar. En el lugar de honor estaban dos imágenes de San Caralampio, pequeñas. Una de madera y otra de yeso. Cinco o seis o diez personas, sentadas en sillas plegables, de madera, esperaban el momento de iniciar el rosario en honor a San Caralampio. La dueña de la casa me dijo que es tradición hacerle su novena. Por supuesto que esa vivienda no tenía la rotundez del templo que está en La Pila, pero, lo juro, poseía la misma luz. Esto que digo lo saben los hombres y mujeres que, en el mundo, tienen una imagen del santo en el oratorio. Quien, en París, tiene una imagen de San Caralampio, tiene un fragmento del cielo de Comitán. Quien, en Comitán, tiene una imagen de San Caralampio, tiene el corazón del santo en su corazón.
Llama mi atención el fenómeno que se suscita cuando el individuo se confunde entre la multitud. De pronto pierde su identidad y se confunde con la masa. Por esto, en los estadios la gente se comporta de manera extraña. Un hombre tranquilo puede contagiarse del rebumbio de la multitud y termina gritando, pataleando, aventando meados o llorando. Los hombres de comunidades rurales que asisten a la romería se integran en una sola flor, en una sola petición. San Caralampio los espera en su templo. Todos son uno y una es la luz que los acompaña. Una vez que han cumplido comen “asado”, con harta tortilla y un poco de posh. Cuando regresan a sus casas, el calorcito del trago los tambalea, sus pasos ya no tienen la misma verticalidad del camino de venida. Y es que ¿quién puede permanecer impávido si horas antes estuvo frente al Tata Mayor? “¡Señor, no me abandonés, dame tu manita y curá mi corazón!”. Los tambores y los pitos van callados. El sonido de la mañana ya descansa. El árbol de Chumis también está solo. Únicamente el corazón sigue con el sonsonete eterno. ¡Ah, el tambor del corazón! ¡Ah, la flauta de carrizo! ¿Cuál es nuestro día más grande? ¿El día en que el corazón celebra la vida?