viernes, 15 de febrero de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA QUE HUELE A LEÓN

Puede ser cualquier mañana, en una avenida cualquiera. Pareciera que el chofer del volkswagen se apresura a huir de la indicación del cartel; pareciera que el cartel insiste en repegarse a la parte trasera del auto. El auto tiene movimiento, un movimiento parecido al vértigo. Toda flecha conlleva eso: ¡movimiento! Toda flecha indica una dirección; y toda dirección incluye un destino.
Hubo un tiempo en que no fue necesario colocar indicaciones. En el principio de los tiempos todo estaba al alcance de la mano. Las pinturas que consignan el mundo de Adán y Eva están libres de señalamientos. A veces, sólo a veces, en los cartones, los caricaturistas colocan una flecha que indica la salida y una mano Divina que los expulsa por haber comido del fruto prohibido. Se nota que ambos, Adán y Eva, caminan desalentados, arrepentidos. Como que intuyen que, a partir de ese instante, todo será diferente. Al perder el rumbo necesitarán de señalamientos para proseguir.
Y sí, todo cambió. Ahora el mundo está lleno de señalamientos, flechas incluidas. Ahora todo mundo ha olvidado la prédica Divina. Cualquiera, a cualquier hora, come del árbol de la ciencia del bien y del mal y no tiene empacho en armar “guerras de circos”.
Puede ser cualquier mañana, un auto pasa veloz frente a un cartel que anuncia un espectáculo, muy lejano a lo que era la armonía de El Paraíso. Porque en el inicio de los tiempos, los animales convivían con Adán y Eva en total armonía. Ahora, los descendientes de aquellos primeros hombres convierten los espacios en réplicas del Coliseo Romano. Hoy, todo es una guerra. Una guerra donde nadie escapa al polvo y a la metralla. ¿Guerra de circos? ¿Circos de guerra? Toda guerra conlleva el afán de conquista. El contrincante hace todo lo posible por derrotar al otro y sobajarlo. Esta guerra ¿hacia dónde conduce? Tal vez el del auto decidió bien y huyó de ese territorio de guerra. Tal vez decidió bien y eligió el camino donde las buganvilias y los pinos son como una pausa para la memoria.
Recuerdo que una de las peores experiencias de mi vida fue asistir a un circo de tres pistas. Terminé despistado. ¿Qué acto ver si todo se realizaba de manera simultánea? Amaba los circos (tal vez los sigo amando, por sus hilos de trapecio y por sus payasadas simples e ingenuas). Ahora tiene mil años que no acudo a circos. Ya me hice viejo y ahora sufro cuando veo que un animal sufre. Me fascina la propuesta inteligente de Cirque du Soleil. Ahí todo es un canto a la vida, todo es como una esquina del universo donde los malabaristas juegan a ser hilos de luz, a ser cristales de agua.
Nunca hubiese querido asistir a una guerra de circos. La palabra guerra invoca el polvo de la calle, el humo del tubo de escape del auto. Por eso, llama mi atención esta fotografía. El auto parece decidir por el escape y mandar por el tubo el “llamativo” mensaje.
Pero no sólo huye de la flecha que, más que un señalamiento, parece una imposición. Toda flecha guía y no hay peor cosa para el hombre libre que la cancelación de la posibilidad de aire. No sólo huye de la flecha, también parece alejarse del letrero del fondo. La franja roja que parece ser exclusividad de la Coca Cola o del Oxxo. Sí, en mi infancia fui a un circo que trajo un oso. Lo recuerdo imponente. Jamás había visto un oso tan cerca. Sólo lo había visto en los libros de texto y en una revista que contaba el cuento de un oso polar. El oso del circo era un oso gris y se paraba en sus patas traseras y bailaba. El hombre, con una chaqueta roja y un sombrero negro, tocaba un pandero y el oso giraba en sus dos patas. Todo el público aplaudía, sorprendido. Yo, extasiado, veía al oso con cierto desconcierto. Por un lado me impresionaba su altura y sus garras; por otro lado veía que tenía como una mirada triste, como que añoraba los bosques de su infancia. Porque, así lo pensé entonces, este oso no había nacido en el circo (mi papá dijo que tal vez sí, que tal vez sus papás fueron capturados en algún bosque de Canadá y él ya había nacido en cautiverio. Así lo dijo).
Puede ser cualquier mañana, en cualquier avenida, de cualquier ciudad. Los hombres estacionan sus camiones con plataformas que son como celdas. Los caminantes se detienen y miran los tigres, los monos y las gacelas, encarcelados. Los animales no saben de guerras. Los hombres son los que hacen las guerras; los que tienen sed de conquistar territorios; los que, necios, insisten en dominar al otro. Y el otro no importa que sea un semejante o un animal. No importa. Recuerdo al hombre que, con un látigo en una mano y con un sillín de madera en la otra, dominaba al tigre. Éste rasgaba el aire con su garra, lo hacía con un movimiento lento, como de pared a punto de derrumbe. Entonces vi, por primera vez, que el circo era un espectáculo triste. Debía pasar más de mil años para descubrir, en la televisión, al cirque du soleil; debía pasar mucho tiempo para reconocer que el hombre puede descubrir mundos inteligentes donde el hombre esté a la altura del hombre. Y para este destino no hace falta colgar señalamientos en el camino.