sábado, 2 de febrero de 2013


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNA LÍNEA ES MÁS QUE UN PUNTO

Querida Mariana: cuando entrás a Comitán, viniendo de San Cristóbal (antes de llegar al bulevar lleno de buganvilias) hay un arriate largo, largo, que separa un carril del otro. En ese mini bulevar están sembradas plantas de maguey, que son como penachos aztecas, como sueños de medusa. Quién sabe a quien se le ocurrió esa buena idea. Porque ese sembradío es como un pendón de bienvenida que dice: viajero, bendito seás, estás entrando a la tierra del comiteco. Porque esta bebida alcohólica, igual que el tequila, se hace de esta planta.
Hay un escritor que asegura que el comiteco más famoso del mundo es “el comiteco”. Y esto es así, porque, hablando de famosos, un bonche de famosos escritores ha incluido al “comiteco” en sus obras literarias. Esto ha hecho que medio mundo conozca la bebida. Claro, no todo mundo lo ha bebido, pero es un elemento mítico de nuestra comunidad.
Sin duda recordás el conocido cuarteto que dice: “Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro… / y a veces lloro sin querer”. ¡Sí, niña mía, es de Rubén Darío, el poeta Nicaragüense, introductor del Modernismo, en América! (el travieso poeta Efraín Huerta se pitorreó del Modernismo y parodió a Darío diciendo: “…cuando quiero coger no cojo / y a veces cojo sin querer”. Bueno, ya sabés cómo es el mundo).
Recuerdo a Darío, porque este poeta escribió un cuento que se llama “Huitzilopochtli”, donde hace mención del comiteco. Sí, el gran poeta tenía en su mente nuestra bebida (quién sabe si también en su paladar y en su espíritu). En el cuento mencionado, uno de los personajes, mister Perhaps, le ofrece un güisqui al Coronel, pero el Padre Reguera dice: “prefiero el comiteco”. Y la historia consigna que el Coronel se mete un pitutazo de comiteco, acompañado con sal. Como si ese fuese el ritual para celebrar la vida: poner un poco de sal en la lengua y luego meterse de un solo trago el trago de nuestra bebida más famosa (¿o al revés, primero el trago y luego el poco de sal?).
Los cronistas e historiadores comitecos aún están en deuda con nosotros, no han escrito “La historia verdadera de la conquista de los paladares del mundo a través del comiteco”.
De las bebidas más famosas de México están el tequila (de Jalisco), el mezcal (de Oaxaca) y el comiteco (de Comitán, Chiapas). Si vemos, las dos primeras bebidas han acrecentado su fama y ahora son bebidas cotizadísimas. ¿Qué pasó con el comiteco? Bueno, bueno, ya nos han explicado cómo las autoridades de hace tiempo se encargaron de echarle una paletada de tierra. Faltó visión empresarial y conciencia de identidad. Por fortuna, ahora mi amigo Jorge Domínguez sigue con la tradición y elabora el comiteco. Aunque, aseguran los expertos, ya no puede compararse con el de antaño, aquel que bebieron nuestros abuelos y que hacía “cordón”. ¡Ah, cómo lo cuentan los abuelos! Dicen que era la prueba de fuego, ponían a la botella con el culo para arriba y a la hora que la volteaban aparecía un cordón de burbujas. Esa era la señal de la calidad óptima. Ya luego abrían la botella, servían el licor en copitas y ¡va güitz! ¡Ah, qué prodigio de vida, qué cordón de luz!
Como si fuéramos merolicos podemos anunciar: “¡Beba su comiteco! Señor, señora, para cuando tenga gutzera; para cuando le asome el flato; para cuando tenga contento en su alma; para cuando esté enjundioso; para cuando tenga atrapazón de tripa; para cuando su ojo esté lloroso; para cuando el arco iris no tenga el color achiote; para cuando esté trepado en la nube más alta; para cuando el manteado sea el cielo de su patio; y para cualquier ocasión: ¡métale comiteco a su corazón!”. Porque el comiteco ha sido elemento fundamental de nuestro carácter. Está aliado al sonido de la marimba, al sabor de la butifarra y al aroma del tenocté. Porque no hubo casa donde llegara el invitado y la señora no dijera: “pásele a lo barrido, compadre, aunque barrido no esté”. Y cuando el compadre soltaba el culo en la silla de mimbre, de inmediato la sirvienta aparecía con una charola y la comadre decía: “¿se mete’sté un su pitutazo de comiteco?”, y el compa, sin pensarlo dos veces, tomaba la copa y, sin decir agua va, se lo jimbaba de un solo trago. Ya luego, con el ardor del licor en el cuerpo, con el calorcito como de agua azufrada, como de arena de playa, preguntaba: “¿y qué razón del compadre?”. Si el compadre estaba ¡se comportaba!, si no estaba, pues se acercaba más a la comadre y le decía: “¡Ay, comadrita, qué buena se ha’sté puesto!”.
Era la tradición de buen anfitrión: ofrecer una copita de comiteco. Por esto, en “El Papa verde”, novela de Miguel Ángel Asturias, escritor guatemalteco que obtuvo el Premio Nobel de Literatura (¡nadita!), hallamos enredado al comiteco. Hay un instante en la novela en que un grupo de compas toca guitarra y toman su traguito, entonces cuando la reserva merma dice un personaje: “Se está acabando la botánica y nos vamos a quedar a pie… Hay que ir por otra… Yo doy”. De inmediato (¡nunca falta!) Rosalío Cándido dice: “No dé nadie, pues yo tengo tres botellas de comiteco”. Ah, qué bendición, el tal Rosalío era casi casi como Jesús y a la hora que el trago escaseaba tenía la fórmula para hacer del agua ¡comiteco! ¡Benditos hayan sido!
¿Mirás qué prodigio? ¿Mirás qué gentileza y generosidad de pueblo al brindar al mundo una bebida de excelencia? ¿Qué pasó? ¿En qué momento torcimos el destino prodigioso? Disculpá, no te vayás a enojar por la comparación, pero el otro día fui a San Cristóbal y descubrí que mis amados coletos continúan elaborando “la cervecita dulce” y “el nectarín”, bebidas propias. Acá, mis amigos que saben de cálculo diferencial, insisten en que al comiteco deberíamos regresarlo a su sitial de honor. Sugieren que los inversionistas dedicados al ramo emprendan una campaña intensa de dignificación hacia esta bebida. Ya sé que mi tía Elvira se encabronará y dirá: “Bola de bolos, sólo están pensando en la borrachera. Que el infierno les adobe la panza cuando lleguen”.
¿Cómo decirle a la tía que no se trata de fomentar la bolera? ¿Cómo explicarle que tomar una copita de comiteco es como bendecir el espíritu? En mis tiempos de bebedor sentí esa flama bendita en mi cogote, sentí cómo, casi casi como agua de cascada El Chiflón, resbalaba impetuosa por mi garganta y era como un trapito caliente, como una compresa para curar el alma, para infundirle vida.
Matías, personaje de Eraclio Zepeda, en el cuento “Viento”, también ofrecía comiteco. Matías, indio curtido de Solosuchiapa, es paciente. Nada lo mortifica, ni siquiera la muerte de su hijo. Laco Zepeda dice: “Matías nunca tuvo prisa. Si era necesario esperar quince años para comprar la dinamita suficiente para volar las piedras que estorbaban el camino, Matías no se desesperaba. Aguardó tres años para recoger el cadáver de su hijo Quinto, que le mataron en la montaña. Cuando le avisaron se fue a donde había caído. Lo vio acabando de morir, fresco aún, hasta calientito de la nuca todavía; pero allí lo dejó. No lo quiso enterrar sino hasta tres años después, el día en que, para vengarlo, le metió los veintisiete machetazos del culto a Pancho García que fue quien madrugó al pobre Quinto. Fueron veintisiete machetazos porque esos son los días que tiene la luna llena, y porque esa era la edad del hijo Quinto, y porque a veintisiete leguas, montaña adentro, está el templo de San Miguelito. Tres años esperó para vengar al hijo. Tres años después fue cuando se encontró con el asesino. Hasta ese día enterró al pobre Quinto y entonces sí le prendió sus velas, y le quemó copal, y su mujer, la Martina, rezó el rosario, y él tocó la guitarra y le cantó las golondrinas y regaló a los invitados, dos garrafones de comiteco.”.
¿Mirás, niña viento, niña lluvia, niña sol? El buen Laco, con esa prosa sabrosa, como de aire sin dique, también tiene al comiteco en el buche de su alma. ¡Claro, medio mundo lo tenía, porque todo mundo sabía que los prodigios no se repiten a cada rato! ¿Cuántas lunas tienen que pasar para que un licor aparezca en el horizonte? ¿Cuántos siglos del güisqui, cuántos del vodka, cuántos del tequila? Nosotros, como dijera el Perro Bermúdez, tuvimos al comiteco, era nuestro y lo dejamos ir. Lo que estaba marcado para ser un gran gol resultó un ¡tirititito!
Aún es tiempo, niña de montaña, niña de árbol tiuca. Aún es tiempo de reencontrarnos con lo nuestro.
Y no vayás a pensar que sólo estos autores hablaron gloria de nuestra bebida. No, hay más. Van apareciendo poco a poco, como si fueran soles y se mostraran tímidos a las seis de la madrugada para luego, a las doce, inundar de luz.

Posdata: me siento chento cuando escucho una mención al comiteco. Porque también es nuestro gentilicio. Este es otro prodigio de nuestra cultura. No hay bebida en el mundo que tenga un nombre que también aluda al gentilicio. Los comitecos bebemos comiteco. ¿Mirás qué bonito suena? Es como si nos bebiéramos, como si empapáramos nuestro espíritu con nuestro propio espíritu. ¿Dónde has visto que el tequila sea bebido por los tequilas? ¿O que el mezcal sea bebido por los mezcales? ¿No verdad? ¿Mirás qué bendición? No hay güiscos, no hay vodkos. Sí hay comitecos que beben ¡comiteco! Cotz con todos los hombres de buena voluntad que beben comiteco. ¡Que así sea!
Tío Tavo Penagos hizo famosa a la “macharnuda”. Ahora el Nuka, alias Francisco Nucamendi, hace famoso el “macharnuka”. Tenemos una propensión a ser grandes, pero luego, a la vuelta de la esquina, como que nos apachurramos y no hacemos crecer las ideas brillantes de brillantes comitecos. Ojalá que ahora los inversionistas piensen en grande y le den más cuerda al papalote y que éste se eleve mucho y que nunca se rompa el hilo y que las nubes sean nuestro alimento y que los cielos sean nuestro destino.