lunes, 18 de febrero de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA QUE LLENA EL VACÍO DE UN ARCO

El arco portentoso en primer plano. Su hijo, el arquito sugerente, al fondo. El segundo, el arco del fondo, está cubierto con piedra. En algún instante fue tapado, como se tapan los pozos después de ahogado el niño. Perdió su vocación de arco que cede el paso al viento. Lo que fue arcada para recibir al visitante se convirtió en una pared. Las paredes, por lo regular, son tapacaminos. Se distingue cómo la piedra es diferente. Una es la piedra antigua y otra la novedosa piedra que sirvió para rellenar el espacio. Asimismo se ve, en el extremo izquierdo un panel reciente que sirve para sostener medidores de luz y tubos con conexión eléctrica. Son cicatrices posmodernas. Son heridas al rostro antiguo y plácido, son chipotes que dañan la armonía del edificio. Como si fuese remate de penacho, la piedra que permite al arco ser arco sobresale entre todas las demás piedras. Todas tienen su oficio: son sostén de la pilastra o son las seductoras piedras que forman la curva del arco, pero ninguna tan importante como esa piedra sobresaliente del centro. Sin ella, dicen los expertos, el arco se vendría para abajo.
Conforme el día avanza, así avanza la luz, así avanza la sombra. En este momento, la sombra abarca un área menor a la de luz. La sombra, que es penumbra, “ilumina” la parte superior de la pared del fondo. Ahí se concentran todas las leyendas del edificio, los gritos de los alumnos de secundaria y de preparatoria de otros tiempos; ahí se concentra la leyenda de un murciélago que, cansado de chupar sangre, se volvió vampiro anónimo. ¿Qué otras sustancias radican ahí? Acaso telarañas, acaso ratones, cucarachas y alguno que otro condón aventado.
La fotografía sería un simple vacío si no estuviera en el primer plano la muchacha. Ella, no de piedra sino de carne de sueño, revisa su celular. Sus piernas son las columnas que sostienen el arco de su sentadera. Sus nalguitas tienen la misma sensualidad que la curvatura del arco. Ella igual que el arco permite el paso del viento y, de igual forma que la pared del fondo, detiene las miradas de los muchachos que la observan desde lejos. Desde la otra orilla porque ella no admite la cercanía. Su actitud es de acantilado y apenas la brisa de los otros oleajes la distraen. Está concentrada en ese chunche que detiene con ambas manos. Los de la otra orilla no ven los tenis blancos, ni la mancha negra que es como un mapa que comienza en su cabello, baja por la chamarra y termina en el bolso. No, lo que miran los otros es el azul celeste, que es como el sostén del deseo. Ven la perfección de las curvas. Pero ella, ajena a todo esto, revisa el celular. Tal vez lee el mensaje de su amado; tal vez juega; tal vez revisa el facebook, tal vez escribe un mensaje. ¿Qué lee? ¿Qué le escribió su amado? ¿Se citan en otro lugar? ¿Uno donde no existan miradas ajenas, uno donde el aire no sea ese pájaro que aletea sobre su rostro, casi perfecto?
La imagen es sublime. Lo es porque el arco siempre alienta la conjunción. Si la muchacha no estuviese en la fotografía, ésta sería plana, sin la esencia del agua limpia. Es ella quien, con su lejanía, convoca la vida. ¿De qué están hechos sus sueños? ¿De aire, de nubes? Ella está ausente de las demás miradas, de la mirada del fotógrafo. Ella navega en otros ríos, otras son sus aguas, otros sus afluentes. A la hora que se retire, el arco volverá a ser un mero pretexto para el aire; volverá a tomar la cara triste que tiene siempre cuando están ausentes los pájaros de sus cielos. ¿Ella es un ángel con alas azul celeste?