viernes, 22 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE UN ÁRBOL
Una banqueta y una pared. En la pared un “castillo” que une dos tramos de ladrillos aparentes (barnizados). En la pared una cadena y, como “cimiento”, la raíz de un árbol inmenso que ya no existe. Uno puede imaginar que ahí, donde ahora se levanta la pared, se levantaba un árbol inmenso que en la fronda cobijaba nidos y aves.
En la base se ve unos macollos de hojas verdes. Estas plantas verdes son como pajaritos que acompañan al tronco. Un poco para decirle que la vida sigue, un poco para saciar su nostalgia de verde, de aire, de luz.
Uno puede imaginar que no todo es lineal ni cuadrado como lo enuncia el muro. Ah, qué fastidio de línea cuadrada la cuadrícula del muro. Es un ladrillo tras otro, acomodado por la mano de un albañil. ¡Qué fastidio tan perfecto! El albañil colocó un “nivel” para que su línea fuese casi perfecta. Con la “cuchara” echó un poco de cemento y, con la mano derecha, dejó el ladrillo para que fuera la “raíz” de esa pared que se elevó. ¡Nunca logró la altura que tenía el árbol! Jamás coqueteó con las nubes y con el azul de cielo. La pared no tiene la vocación que tiene el árbol. El árbol sueña con la altura de Dios, la pared no sirve más que para delimitar el paso de los mortales. El muro es un simple “detienevientos”.
Uno puede imaginar que hubo un tiempo en que tampoco había banqueta. La gente caminaba de manera libre. Tal vez este árbol sirvió para que una pareja se sentara a su vera y se jurara amor eterno. ¿La eternidad? ¿Qué pacto hizo el mundo con este árbol? ¿Creyó -acaso- la historia que le juró que sería eterno en su altura? ¡Qué iluso! El hombre (tal vez el mismo que juró amor eterno a su muchacha) llegó un día y lo cortó para erigir la pared, porque el anhelo del hombre no es la tierra, sino un simple pedazo que nombra su propiedad.
Uno puede imaginar que esta raíz se asfixia, que apenas respira, que este hueco que aparece en la pared es como la ventana por donde extiende sus brazos.
Ah, si uno pudiera ser como mi sobrina Itzel. Ella, siempre que caminamos por esa banqueta, se detiene y me dice: tío, juguemos. Entonces, como si fuésemos los amantes eternos, nos sentamos en la banqueta y jugamos a ver los gnomos que se enredan en las raíces. ¡Mira, mira!, dice ella y yo veo que, el monstruo (pequeño, travieso) con nariz de cerdo, ojo de ratón y boca de perro triste, corre detrás de un niño al que apenas se le ve un brazo y una pierna. Sí, Itzel, le digo, las raíces son duendes. ¿Imaginas lo que hay detrás de esas raíces que son como brazos y piernas y cabezas y ectoplasmas que se confunden en la luz de tus ojos?
Jugamos, jugamos a que la piedra es una piedra mágica y le concederá un deseo al árbol truncado. Imaginamos que este árbol comienza a crecer y un día de estos tirará la pared y crecerá a la misma altura que tenía antes de que el hombre, tal vez el amante eterno, deseara levantar un muro para que nadie viera qué hacía adentro de su casa.
Uno puede imaginar que la gente que por ahí camina se cambia de banqueta porque, a las doce de la noche, esas raíces cantan la canción que aprendieron cuando eran parte de un bosque. Por esto cuentan que, a medianoche, se escucha un lamento. Algunos dicen que es un alma en pena que no encuentra sosiego. Otros, los menos, aseguran que es porque, por ahí, corría un río y estas raíces son raíces de un sabino, enorme, sembrado a la orilla. Tal vez lamenta que ahora, en lugar del río, una banqueta de cemento la acompañe; tal vez lamenta que ahora, en lugar de pájaros, deba soportar ladrillos recocidos y barnizados.
Me gusta caminar en compañía de Itzel. Sólo ella le devuelve un poco de magia a esas raíces que se asfixian, que, quién sabe en qué instante, perdieron su vocación de árbol. ¿Raíces que detienen una pared? ¡Qué insulto para las alturas soberbias!