sábado, 15 de febrero de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN PATIO ES UNA ESTACIÓN DE TREN





Querida Mariana: la casa de mi infancia tenía dos patios: un patio central y un patio trasero. Los patios son maravillosos, porque son espacios cerrados por los laterales, pero abiertos por arriba. Son como cajitas donde puede hacerse magia. Los patios, ¡qué bendición!, permiten que el sol, el aire y la lluvia jueguen en ellos. Los niños adoran los patios (y las mamás también), porque pueden jugar como si estuviesen en la calle, sin el peligro de las calles.
La casa de mi infancia (ya te conté) tenía la traza de una tradicional casa comiteca. El patio estaba circundado por cuatro corredores, con sus pilares de madera y piso de ladrillo cuadrado. Me gustaba la hora en que la sirvienta regaba agua sobre el piso de ladrillo. Como si sembrara agua, un aroma a tierra mojada crecía en toda la casa.
He visto fotografías de cárceles donde los presidiarios salen al patio. Las celdas son pequeñas, como jaulas para canarios que, en este caso, retienen a “pájaros de cuenta”. El patio es el único espacio que un presidiario tiene para recordar el sueño del vuelo. Los patios son tan benignos que un presidiario francés, creo que de nombre Pascal, logró huir de prisión durante cinco veces gracias al uso de helicópteros. Pues sí, ¡es sencillo! Imagino la sorpresa de los custodios la primera vez. Desde sus torres de vigilancia, con los rifles en brazos, veían el grupo de presos, allá abajo, platicando, fumando, recostados sobre el piso tomando el sol, cuando la sombra de un enorme pájaro se proyectó a mitad del patio. La confusión fue tan grande que apenas les dio tiempo de levantar el arma, ya no dispararon, porque el presidiario ya volaba sobre la escalinata de lazo, ya iba como cola de papalote, de un lado para otro, hacia la libertad.
Mi amiga Ana Silvia Sarti conserva una fotografía de los años sesenta, donde aparece parte de un patio central de una casa comiteca. La foto muestra una pareja de recién casados, sus damas de honor y sus “damitas” (las damitas son Lourdes de La Vega, Carmela Delfín y Ana Silvia). La foto es un recuerdo afable para quienes ahí están y para sus amigos y familiares, pero, además, es testimonio de nuestra identidad comiteca. ¿Mirás cómo era la moda en esos años? La novia, bellísima, tiene un vestido sobrio, y sus damas visten también con elegancia y sobriedad. Llama mi atención que todas llevan un tocado en la cabeza, hecho con materiales disímbolos. Las niñas, de igual manera, portan un coqueto tutz en la cabeza. Estas niñas están hincadas sobre el piso de mosaicos. Al lado de la pared mirás las “tradicionales” sillas plegables, de madera; se distingue en la parte superior de la fotografía festones de juncia con flores blancas de papel crepé (entiendo que si en lugar de boda se celebraba los quince años de una muchacha bonita, las flores eran de color rosa). No se advierte en la fotografía, pero intuyo que, para evitar el fresco de la noche, el patio tiene un manteado y por ahí, en alguna esquina del patio, debe haber una marimba. Llama mi atención la segunda dama de izquierda a derecha. Si alguien dijera que salió de una película mexicana de la Época de Oro todo mundo lo creería. Tiene el porte de una diva excelsa. ¿Ya miraste hasta dónde llegan los guantes? Casi cubren todo el antebrazo. Los tiempos de esta fotografía eran más sencillos.
Eran tan sencillos esos tiempos que a los invitados les ofrecían una bebida que se llamaba “lechita”, porque la base era leche con una serie de ingredientes selectos que incluía trago. A los niños les encantaba ir a la cocina y revisar las bandejas y las copas casi vacías. Ellos se encargaban de limpiar las copas, con un movimiento certero de dedo que chupaban. Dos o tres niños llegaron a salir más que risueños y tambaleantes de la cocina.
Eran tiempos sencillos porque la sencillez se desparramaba como el sol a mitad del patio. Hoy, todo ha cambiado. Los patios no modificaron su vocación, gracias a Dios, pero sí modificaron su forma, como si se hubiesen hecho un “lifting” en el rostro con ánimo de verse más jóvenes y terminaron con la nariz chueca y el cuello todo restirado. Muchos patios centrales, de casas soberbias, cedieron a la tentación de techar sus patios a fin de “rentarse” como plazas comerciales. A esas casas les entra buena paga, pero ya no les entra la luz del sol ni la seducción del aire. ¿Perdimos? ¿Ganamos? Yo digo que perdimos. Ahora, para recibir el sol, los niños tienen que salir a la calle y la calle no tiene la discreción que sí tienen los patios. En la calle todo es un bullicio alterado.
Ana Silvia, Lourdes, Carmela y los demás chiquitíos y chiquitías (Fox dixit) que vivieron la experiencia de esos patios llenos de luz formaron su carácter con esa línea dictada por una escuadra divina. Fueron niños que descubrieron el asombro. Fue así porque, a veces, mientras jugaban chinchinagüa, a la comidita, al burro castigado, a brincar la cuerda, a los indios y vaqueros, a los quemados, al fútbol, a la matatena o a los encantados, levantaron la vista y descubrieron, en la oscuridad de las siete de la noche, que ahí ¡estaba el cielo! Y esto, querida Mariana, no es poca cosa. Ese descubrimiento hace que las personas sepan que apenas somos un grano ínfimo en el Universo y eso nos hace más sensibles ante lo valioso de la vida: ¡la propia vida!; y nos hace más humildes ante lo más grande de la vida: ¡la propia vida! Esto te parecerá una bobera, pero te contaré que, en los años noventa, muchos años después de esta fotografía sesentera, una hijita de una de estas niñas que están hincadas, adoraba acostarse en el piso y ver, también en el patio central de una casa, ¡el cielo! ¿Mirás cómo la herencia es un río de agua limpia?
¿Qué asombro puede descubrirse a mitad de un patio techado? A veces, cuando voy al Mercado Primero de Mayo, me asombro ante la cantidad de puestos y ante la cantidad de objetos y mercancías. Me asombro ante el puesto de cantaritos de barro, ante la mesa donde está la canasta con los chinculgüajes o la olla donde está el jocoatol bien caliente. Me maravillo ante la serie de pomitos con ese chile llamado penpenchile que, me cuentan, está curtido en jugo de limón y tarda tres o cuatro meses sin echarse a perder (ah, cómo le hubiera gustado a mi tía Eugenia conocer la receta: hubiese curtido en jugo de limón a mi prima Alicia, ya que ella a cada rato “se echaba a perder”). Me maravillo ante lo nuestro, ante el cantadito de la gente que comenta cada mañana los chismes del día anterior. Me fascina pasar por donde están los merenderos y escuchar a las mujeres con mandil que me invitan a pasar: “¿Va a comer, güerito?”. ¡Güerito! Me encanta que me traten así, de güerito. A veces me han dicho: “mi vida”. Esto ya es como el colmo de la felicidad. Paso una y otra vez hasta que se dan cuenta que soy el mismo viejo y ya no me ofrecen. ¡No gastan su saliva en zanates! Pero así como me asombro ante el entorno, cuando elevo la vista no encuentro los rayos del sol. Imagino que en 1900, cuando construyeron el mercado, el patio central estaba abierto y dejaba paso libre al aire y al sol. Sé que ahora esto no sería posible. Si lo techaron fue porque era necesario, pero me da vértigo la necesidad. Añoro los tiempos en que la necesidad era una vieja que caminaba otras ciudades; añoro los tiempos en que todo era más sencillo.
Sé que nadie hará caso a mi sugerencia, por impráctica y por bobalicona, pero si tuviera la oportunidad de hablar con uno de esos inversionistas pagudos de nuestra ciudad, le sugeriría hacer un Salón de Fiestas a la Antigüita. Un edificio con un patio central generoso, circundado por corredores con pilares de madera y macetas con colas de quetzal. Que dicho patio fuese cubierto con un enormísimo manteado (¡de manta, por supuesto, de manta, para hacer honor al nombre!). Y, como el compa inversionista tiene toda la paga del mundo, haría que dicho manteado estuviese colocado sobre una estructura que, mediante un dispositivo electrónico (como sucede en algunos estadios de Estados Unidos), se pudiese abrir para que, en caso de que no lloviera e hiciera una noche fresca, la gente admirara el maravilloso cielo de Comitán. Todas las luces se apagarían y sólo se prenderían unas veladoras. Se diría a los invitados a que no dejaran de bailar y vieran el cielo.
El paquete incluiría “lechitas” y el decorado, en lugar de luces de neón y cortinajes plásticos fluorescentes, sería con festones y flores de papel crepé revuelto con papel de china y cera cantul.
Claro, todo sería de primera, casi casi con el mismo servicio que ofrecen los promotores de bodas en Cancún. El paquete incluiría la actuación de la mejor marimba, digamos, “Águilas de Chiapas”, con un intermedio para jóvenes, con la actuación de la hijita de Chely Moguel y un grupo dirigido por el Maestro Vidal, trompetista de la Orquesta Sinfónica de Chiapas. A la hora que se ofreciera el menú, bajaría una pantalla electrónica gigante y se presentaría un video con las esencias de nuestra cultura comiteca. ¿El menú? ¡Ah, sería para gourmets! Con una fuente de cacao a mitad del patio. Se dispondría de una selecta variedad para elegir. Un ejemplo de menú sería el siguiente: la entrada sería un milhojas con lonjas delgadísimas de chicharrón de hebra envuelto en hojas de momón y unos chinculgüajes glaseados en salsa de pepita. El platillo principal sería un hueso de Tio Julè (tiene que ser en términos franceses, porque va flameado con coñac), acompañado con tostaditas braseadas y pasta de trucha con picles de verduras orgánicas. El postre: turuletes bañados en salsa de moras selectas de Los Lagos de Montebello y chimbos con helado de vainilla. Todo regado con los mejores vinos y agua de chía y temperante.
¿Imaginás lo que dirían a su regreso los invitados de otras regiones del mundo que llegaran a Comitán para asistir a la boda de paisanos? Dirían que en ninguna otra parte del mundo se encuentran tales delicias y tales motivos culturales. Pero, sé que todos dirán que estoy loco. Nuestros inversionistas construyen salones que se asemejen, lo más posible, a los que hay en Cancún o Nueva York. No tenemos conciencia de lo nuestro y, por esto, desechamos nuestros rasgos culturales que nos distinguen ante las demás culturas del mundo. Cada vez nos vamos pareciendo más a los otros.

Posdata: mi amiga Mar Pérez, escritora de Jalisco, cuando se enteró de la muerte del poeta Juan Gelman y de José Emilio Pachecho, poeta, narrador, traductor y ensayista, dijo que no le estaba gustando el 2014. Algo similar podrían decir en Comitán los aficionados al deporte al enterarse de la muerte de Alonso Villagómez (beisbolista) y Arturito Gómez (entrenador de boxeadores). Los dos comitecos recién fallecidos aportaron al deporte, cada uno a su manera y en la medida de su pasión. Como no soy muy aficionado al deporte no sé si el beisbol tiene el auge que tuvo en otras épocas. Lo que sí sé, y me da mucho gusto, es que otro día vino el Gobernador de Chiapas y en compañía de nuestro Presidente Municipal, inauguró una cancha de fútbol americano. ¡La primera cancha de fut americano y con pasto sintético! En tiempos de don Alonso y de don Arturito ¡no jugaban americano! Tuve la oportunidad de estar minutos antes del acto y vi la cancha y la vi bonita. Estoy seguro que los jóvenes que gustan de este deporte también están complacidos, pues podrán practicar su deporte en una cancha muy digna. Porque, mi niña bonita, dignidad es lo que buscamos al ejercer nuestra pasión. Don Alonso y don Arturito fueron ciudadanos dignos que aportaron a nuestra sociedad. Ninguno de ellos se dedicó de manera profesional al deporte. Cada uno lo hizo en sus ratos libres. Había en ellos una semilla que los alentaba a batear, a golpear la pera. Su ejemplo, imagino, hizo que algún muchacho los imitara y ahora éste sea el continuador de esa línea infinita que es la heredad. Ambos atendieron dos negocios de gran prosapia en Comitán: don Alonso atendió “La Proveedora Cultural” y don Arturito “El Río Escondido”. Hoy, ya otro río les provee la luz a donde nos dirigimos todos. ¡Luz, mucha luz, para quienes seguirán atendiendo la Proveedora Cultural y El Río Escondido!