lunes, 24 de febrero de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA AMISTAD VA MÁS ALLÁ DEL PAPEL





Querida Mariana: el tío Eugenio me dijo que Pacheco no murió por caer de una escalera: “tu amigo, el escritor, murió porque se tropezó con una torre de libros”. Dijo que la nota estaba en la revista “Proceso”, levantó la revista para comprobar que decía la verdad. Lo dijo a la hora que la tía Eduviges me ofrecía una taza de té. Estábamos en el corredor de su casa. Los dos mirábamos el patio, donde sus bisnietos, Esperanza y Emigdio, jugaban. La mamá de los niños, mi sobrina Elena, justo a la hora que mi tío pronunciaba la palabra “Proceso”, salió de uno de los cuartos y les puso suéteres a sus hijos. Desde el patio nos vio y gritó: “Está haciendo fresco”.
El otro día leí, en una novelilla de Vila Matas, que en el Budismo la gente practica “la conciencia del instante”; es decir, algo similar a lo que recomienda el Zen: tener conciencia del acto; un poco como decir: si comés ¡poné atención al acto de comer!, y no estés pensando en la tarea que entregarás mañana. ¡No! Viví el momento con toda intensidad, paladeá cada sabor, cada textura. ¡No te atasqués, como si fueses un cuch! (en Comitán he escuchado que la gente dice: “es un atascado, mirá cómo se zampa la comida”). ¿Atascado? ¿Por qué decimos tal palabra y la aplicamos como si fuésemos autos varados en medio de un lodazal?
A mí me resulta muy difícil lograr centrar mi atención al momento que estoy viviendo. Recuerdo que, en un taller literario que recibimos en Tuxtla Gutiérrez, mi amigo el escritor Miguel Ángel Godínez me preguntó si estaba a gusto con la charla, porque, mientras el ponente, Muciño, ¡viejo maravilloso!, hablaba acerca de la Novela Histórica, yo dibujaba en una libreta, casi casi como si fuese un estudiante de preparatoria y no fuese el viejo de treinta y tantos años que era.
Hago esta digresión porque la tarde en casa de tío Eugenio traté de estar consciente por un instante del momento que vivía: vi el tío, con el ejemplar de “Proceso” en sus piernas; los niños jugando en el patio; mi tía, con un mandil blanco, sirviendo el té en una mesita de madera de cedro; mi sobrina, con su sonrisa de árbol, siempre contenta, a pesar de que el cabrón de su marido la abandonó hace cuatro meses. El cielo, sin nubes; el aire, un poco frío, pero como chal amoroso; la tarde sin apremios, dúctil, afectuosa. Hubo un instante en que el tío calló y el silencio caminó a nuestro lado. El silencio pasó como un pijiji en puntillas.
Puse atención a lo que vivía, pero un segundo después, dejé de ver lo que sucedía a mi alrededor y me puse a pensar en lo que mi tío había dicho y en lo que mi sobrina había dicho (de todas mis sobrinas, Elena es mi consentida, tal vez porque siempre recuerdo con agrado los juegos que su mamá y yo jugábamos de niños y adolescentes en esa casa).
Dibujo desde niño. En la escuela, el profesor me regañaba por dibujar “en plena clase” y, a veces, me enviaba a la esquina del salón, con la vista hacia la pared. Siempre me pareció injusto el castigo. Nunca he sido un gran dibujante (a veces culpo a mis maestros. Pienso que si me hubiesen dejado practicar habría logrado potenciar mi habilidad). Hasta la fecha no logro comprender porqué los maestros nos mandaban castigados a la Dirección cuando dibujábamos o cuando leíamos revistas de monitos. ¿No acaso la escuela era el lugar para potenciar las capacidades? Rafa Pinto, quien ahora es un arquitecto, era buenísimo para hacer figuritas con la barra de gis blanco. Se ayudaba con un alfiler para hacer réplicas de ídolos mayas. Recuerdo que, mientras el maestro explicaba, en un enorme mapa sobre el pizarrón, en dónde estaba Europa y cómo se llegaba hasta allá desde América, Rafa hacía unas “caritas” sensacionales. Su pantalón quedaba siempre lleno de polvo blanco (de gis, de gis). Enrique, que era hijo de un taquero, y era mayor que nosotros, le pedía que, en lugar de hacer “ídolos mayas”, hiciera mujeres desnudas. No sé porqué, antes, en las escuelas primarias había tal disparidad de edades. Había niños que estaban en la edad correspondiente, pero muchos eran mayores. Esto provocaba que los más viejos abusaran de los pequeños. Recuerdo que el hijo del taquero (era un muchacho malcriado) se frotaba el pene en pleno salón y, mientras el maestro explicaba cuánto costaban diez manzanas y dos peras, él nos mostraba su animal ya parado. Era tan grande el bulto (nosotros éramos niños de diez años y él ya tenía más de catorce o quince) que Betito siempre, a la hora del recreo, me preguntaba cómo le hacía Enrique para meterse ese cilindro de plastilina adentro del pantalón. Yo me reía, pero, igual que él, no sabía porqué el “pajarito” de Enrique tenía el tamaño de un “pajarote”.
A Rafa, a cada rato lo enviaban a la Dirección, por estar haciendo “monitos” con los gises. ¿Cómo era posible que un alumno estuviese ejercitando el arte de la escultura a la hora que el maestro daba clases de geografía? ¡Los maestros siempre han sido unos tiranos! ¡Nunca han entendido que los niños tienen diferentes capacidades! A mí me gustaba dibujar y leer revistas de “monitos” y a esto debo mi gusto por el arte. Esa fue la raíz del árbol que luego crecería para ser mi sombra infinita. Disfrutaba mucho cuando el maestro Beto nos leía la historia de Chiapas en un viejo libro que se llamaba “Los cuentos del abuelo”; siempre pensé que los libros de texto no debían ser libros sino revistas de “monitos”. Pensaba que la Secretaría debía entregarnos cuadernillos cada semana con los contenidos. Pensaba que la escuela debía ser el espacio donde cada niño hiciera lo que más le placiera. Sigo pensando lo mismo. La escuela debería ser el espacio para hacer que los niños encuentren su vocación y la cultiven.
Todo esto viene a colación porque, a veces, mi mente se dispersa (como ahorita) y no logro poner atención al instante que vivo. A veces escucho una palabra y esta palabra es como una catapulta que me envía a otros caminos, muy diferentes y distantes del que se supone debería caminar. Esa tarde, después de tomar un sorbo del té de limón que la tía me ofreció; después de dejar la taza sobre la mesa de servicio; después de ver cómo mi sobrina entraba de nuevo al cuarto y, con el dedo índice, recordaba a los niños que sólo tenían cinco minutos más para jugar, porque (repitió) estaba haciendo un aire muy fresco, pensé en lo que ella había dicho antes: “está haciendo fresco”, y en lo que el tío había dicho: “tu amigo, el escritor, murió porque tropezó con una torre de libros”.
Primero llamaron mi atención las frases: “hacer fresco” y “torre de libros”; luego pensé en que mi tío había dicho: “tu amigo, el escritor”. ¿José Emilio Pacheco mi amigo? Estuve tentado a decirle a mi tío que Pacheco no había sido mi amigo, que nunca crucé palabra con él, que él era un escritor famoso que vivía en la ciudad de México, pero me callé. Callé porque me di cuenta que eso no estaba tan alejado de mi realidad. Si bien nunca conocí físicamente a Pacheco sí dialogué muchas veces con él, a través de sus libros. ¿Qué no siempre he sostenido que los libros son mis mejores amigos? ¡Tengo tan pocos amigos reales! Esto es así porque la mayor parte de mi tiempo la paso leyendo. Ya he contado antes que me cuesta mucho trabajo relacionarme en el mundo real. Me encanta estar en el parque o en la sala de la casa leyendo un libro. Con los libros no tengo alguna dificultad para relacionarme, se me da muy fácil. Esto debe ser porque, desde siempre, me costó mucho trabajo platicar acerca de algo. Cuando, adolescente, tuve el atrevimiento de acercarme a una chica no sabía qué le diría. La chava en cuestión se pegaba unas aburridas de padre y señor mío. Ella, sentada en un extremo de la banca, no le quedaba más que mirar a quienes daban vuelta en el parque y yo, todo pendejo, hacía lo mismo. Rezaba, rezaba mucho, le pedía a Dios que me iluminara con la gracia del Verbo. Le pedía al Señor que me hiciera simpático, que tuviera la facilidad de palabra que tenía Ramiro, por ejemplo, pero el Señor, en ese preciso instante no estaba en casa, había salido de paseo y no escuchaba mi ruego. Entonces, después de diez o quince minutos me daba por vencido. Le decía a la muchacha que debía hacer un mandado y me despedía. No me daba ningún empacho dejarla sentada ahí en la banca. Me paraba y caminaba por el parque, oía cómo sus amigas se acercaban de inmediato y se reían a carcajadas, sin duda burlándose de mi estupidez. Ahora que ya estoy viejo ¡me sucede lo mismo! Los “grandes” acostumbran hacer relaciones en desayunos, comidas o cenas. A mí esto me sigue causando un gran escozor. Si puedo evitar la invitación ¡lo hago! Si la cita es inevitable asisto pero, después de un determinado lapso, ofrezco disculpas y digo que tengo que cumplir otro compromiso contraído con anterioridad (no digo que debo hacer un mandado de mi mamá, porque ya sería el colmo). Me acostumbré a escuchar, a que el otro hablara. Pero me acostumbré (¡qué pedante!) a que el otro fuera Octavio Paz, José Martínez Torres, Miguel de Cervantes, Fernando del Paso, Julio Cortázar, Elena Poniatowska, Günther Grass, Gabriel García Márquez, Fabio Morábito, Borges, Salgari, Julio Verne, Marguerite Duras, Rosario Castellanos, Yourcenar, José Emilio Pacheco y muchos más. Así que cuando alguien me pregunta si conocí a Rosario Castellanos digo que no, pero que soy su amigo. La gente me queda viendo como si estuviera a punto de subir a la Montaña Rusa, sonríe y se aleja, también con una sonrisa, de conmiseración, como diciendo: “el Alejandro se está volviendo loco”.
Creí que Pacheco había muerto por una caída en escalera. ¡No! Pacheco murió porque, en su estudio, tenía tantos libros que los libreros no alcanzaban y debía hacer torres de libros en el piso. Algo iba a hacer cuando tropezó con ¡una torre de libros! Es una pena la muerte de Pacheco, pero es una de las muertes más dignas que ha tenido un escritor. Su destino fue caer por tropezarse con una torre de libros. Al caer se golpeó en la cabeza. ¡Claro, ahora sí entiendo todo! El destino de Pacheco fue vivir por, de y para los libros. Era consecuencia lógica que muriera por, de y para los libros. ¿Qué escritor recibió esa andanada de luz en la historia de la humanidad? ¡Nadie! Federico Campbell, escritor de Sonora, acaba de fallecer por contagio del virus H1N1. ¡Qué muerte tan estúpida para un escritor! Los escritores se suicidan o mueren por cáncer, por cirrosis, por accidentes de automóvil o por accidentes caseros, por neumonía o por vejez, pero nadie se muere porque una pila de libros le pone el pie y hace la travesura. Bueno, nadie, excepto Pacheco. Pacheco, a imagen y semejanza de Rosario, murió tocado por un rayo de luz, por un rayo de luz infinita: ¡el libro!
Sí, soy amigo de los más grandes escritores del mundo. Por esto, tal vez, no necesito más. Con ellos platico bien sabroso. A veces (la mayoría de veces) no muy entiendo lo que me dicen, pero su luz me deslumbra. Cuando estoy con ellos es como si estuviese botado en una playa y sintiera la suavidad de la arena y viera el atardecer. ¡Sé que en la voz de ellos está presente Dios! Me gusta estar con ellos, porque no tengo necesidad de decir algo. Me siento a su lado, en la banca del parque y los escucho platicar y platicar. Pienso entonces que es la respuesta que Dios envió a mis ruegos de adolescente. No estaba yo hecho para hablar, mi vocación era la de escuchar. Ahora sé que fue una pena que la muchacha bonita que me gustaba no tuviera la vocación de la Michelena o de la Garro o de la García Bergua. Hubiese sido maravilloso que nos sentáramos en la banca del parque de Comitán y ella me tomara de la mano y me contara los mil y un cuentos de Scherezada. Pero mis muchachas no tuvieron esa vocación, ellas esperaban que yo fuera el contador de historias y a mí, qué pena, no me fue dado ese don.

Posdata: tal vez por eso, Marianita de mi vida, mi sobrina Elena es mi consentida. Porque con su mamá nunca necesité contar algo. Como éramos primos nuestro trato era muy natural. Cualquier domingo, mis papás decían que íbamos a comer a casa de tío Eugenio y al abrir la puerta ella estaba ahí. Mi papá decía: “ve a jugar con Eugenita” y yo, emocionado, le hacía caso. Eugenita me llevaba a su recámara y ahí jugábamos. No teníamos necesidad de contar algo. Éramos como hermanos, todo era muy natural y espontáneo. Tal vez por esto, Marianita de mi vida, vos sos ahora mi consentida, porque contigo no tengo el apremio de contarte algo. Con vos, todo fluye natural. ¿Cómo es cuando “hace fresco”? No lo sé, pero vos sos mi fresco, el fresco de mi vida.