domingo, 9 de febrero de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE A ALGUIEN QUE TOCA
No vean al fotógrafo, por favor, vean la fotografía. Vean cómo la fotografía está suspendida de dos hilos casi transparentes, casi inexistentes. La fotografía, en realidad, está suspendida por su propia grandeza, así como suspendido por su propia grandeza el fotógrafo. No es frecuente este tipo de tomas, donde el fotógrafo aparece al lado de su obra. No es común porque el fotógrafo, casi siempre, está cubierto por una máscara que se llama cámara. El ojo se acostumbra tanto a ver la vida a través de un cuadrito que, luego, la vida se convierte en ese encierro lleno de luz. La gente común no aprecia que, también, el oficio de fotógrafo es similar al del escritor. El oficio es el más solitario del mundo. La gente no lo aprecia, porque el fotógrafo, a diferencia del escritor, anda en todos los guateques del mundo. No se concibe un fotógrafo encerrado en cuatro paredes, como sí lo hace el escritor. El fotógrafo toma la cámara, se la cuelga al cuello y sale a la calle, a la vida, a inmortalizar un cachito de calle, un cachito de vida, pero su recorrido es un diálogo intenso consigo mismo. ¿Dije que se cuelga la cámara al cuello? ¿De veras lo dije? Tal vez lo dije, porque, la cámara, igual que la fotografía que acá se ve, también tiene hilos casi invisibles que la suspenden por encima del horizonte del mundo.
No vean al fotógrafo, quien es uno de los artistas más talentosos de Comitán. No lo vean. Vean la fotografía que está a su lado, la que se sostiene por la grandeza del ojo del artista. Vean la foto y descubran que esa mujer con rostro de tela sin planchar, salió a ver quién tocaba su puerta. Ella, abrió el ventanillo y husmeó por la calle, porque la calle es la que ella observa, en donde busca quién tocó su puerta. Ve hacia la izquierda, no sabe, no puede saberlo, que el travieso “tocador” está a su derecha, se esconde “repegado” a la pared de su casa. No sabe que el “tocador” ya hizo la travesura. Se sabe, los niños disfrutan mucho pararse frente a una puerta, tocarla, como si el mundo estuviese a punto de fragmentarse, y luego salir corriendo, para llegar a la esquina, acezando, felices por la travesura. “Cabrones, niños”, dicen las viejas que estaban lavando los trastos en la cocina y tuvieron que dejar su labor, caminar hasta la puerta, secándose las manos con el mandil, abrir el ventanillo y hallar que no hay nadie en la puerta. “Cabrones, niños, no tienen qué hacer”, dicen las pobres mujeres, que, rezongando, regresan a su rutina. No saben (¡qué van a saber!), ellas no saben que esos niños lograron el prodigio de que abandonaran su rutina, no saben (¡qué van a saber!) que esos niños la invitaron a jugar sus juegos sencillos. El eterno juego donde un niño ¡toca! Porque la magia del artista es ¡tocar! Acá, la mujer no sabe que el artista la tocó, para siempre. Ahí quedó ¡inmortalizada! Puede su rostro ajarse más, pero ya no importará, acá está tras el ventanillo atrapada en su cárcel libre, pajarito intangible.
Por eso digo que no vean el rostro del fotógrafo, no lo vean. Vean su obra, su obra que nos toca para siempre. Porque, ya lo dije (¡con una fregada!, ¿por qué me hacen repetirlo?), el artista tiene la vocación de tocar, ¡tocar los espíritus hasta hacerlos intocables, infinitos! La obra fotográfica de Carlos ¡toca a cada uno de los espectadores que tienen el privilegio de conocer su trabajo perfecto y bien “tocable”!
No vean a Carlos, al contrario, dejen que él los vea, que los toque. Después de todo, es el vecino más travieso del barrio, el que parece más serio, el más juguetón, el que se trepa al árbol de anona, el que está más cerca de las estrellas. No lo vean a él, vean, por favor, cómo el rostro de la mujer está iluminado en medio de la gran sombra del mundo. Vean el instante suspendido por hilos invisibles que Dios teje a cada instante.