miércoles, 29 de noviembre de 2017

DIEZ MINUTOS




Romeo tuvo conciencia del tiempo. Estaba en su cubículo, con ventanal al bosque, cuando Martha, su alumna del sexto semestre, entró. “Maestro, ¿me regala cinco minutos?”. Sí, dijo él, dejó el libro “Ortografía básica de la lengua española” que revisaba, y vio el reloj de pared. Eran las once con veinte minutos. A las once con treinta entraría al seminario de lexicología. Le dijo a Martha que se sentara, ella preguntó si podía cerrar la puerta, porque lo que quiero contarle es algo muy íntimo. Sí, dijo él, gracias, dijo ella. Se sentó y se inclinó hacia él. El maestro vio la curvatura de sus pechos, él se hizo para atrás. Ella, con voz de pajarito indemne, dijo que le quería contar un sueño que tuvo. Sí, dijo él. Vio el reloj, ya eran las once con veintidós minutos. En el bosque caminaban parejas de muchachos y volaban zanates sobre las frondas. Soñé con usted, estaba acá en su cubículo y yo le pedía que me besara, que, por favor, lo hiciera. El maestro colocó las manos sobre el escritorio, las retiró, dejó una mancha de sudor. Le explicaba, continuó ella, que nunca había tenido novio y que deseaba sentir la sensación de unos labios sobre los míos. El maestro sonrió, lo hizo con una ligera mueca, diríamos que con delicadeza para que su alumna supiera que la escuchaba con atención y respeto. Le preguntó si él, en el sueño, había tenido alguna respuesta a la petición, ella dijo que sí, que él se había acercado a ella y había dicho que no podía hacerlo, que agradecía la confianza, pero que, debía comprender, no era ético. ¿Por qué no intentaba esperar a que la oportunidad apareciera de manera natural, no forzada, o si, era mucha la necesidad (cuando lo dijo ella rio) buscaba la oportunidad de hacerlo con algún amigo, alguien de su edad? Ella dijo que no, no podía esperar, en las noches soñaba con un beso en los labios, sólo eso, no más, una boca cálida en diálogo húmedo con la de ella. Lo soñaba y lo deseaba. Y tenía que ser él, porque él era el único que podía ser discreto. Cualquiera de sus compañeros o pretendientes eran muchachos de boca floja.
El maestro sonrió, vio hacia el bosque, había una calidez en el ambiente, algunas hojas caían al suelo y matizaban con rojos quemados el verde del césped. El reloj de pared marcaba las once con veintisiete. En tres minutos debía estar en el aula magna. Apenas le quedaba tiempo para llegar. Esto le dijo a ella. Ella se acercó más a él y preguntó: ¿Qué dice, entonces? Él titubeó y cuando se recompuso preguntó si el sueño continuaba. No, dijo ella, ahora la pregunta es real, ¿me besa en los labios? Cuando lo dijo sacó tantito su lengua y la repasó sobre su labio inferior y avanzó su mano hasta rozar la de él. La dejó ahí, al lado de la mano del maestro. Él sintió un ligero temblor, un suave calor, como si una mariposa aleteara.
Vio el reloj: Las once con veintiocho. Se levantó, cerró el libro que leía, tomó su libreta de apuntes y se disculpó con ella. Ella le dijo gracias, gracias por oírme. Tenía que contarle mi sueño, tenía que decirle que no duermo pensando en el instante que usted me tome entre sus brazos y me bese en los labios. Me cuesta trabajo dormir porque pienso en ese deseo y mi labio se humedece y mis labios también se humedecen. Gracias, repitió, se paró y fue hacia la puerta. Al abrirla volvió la mirada, vio al maestro y repitió: gracias, es usted muy lindo. Gracias por escucharme. Y se retiró. El maestro vio que ya eran las once con treinta, salió corriendo, cerró la puerta de un golpe, se tropezó con ella, pidió perdón, la tomó de los brazos para evitar que ella cayera. Se vieron. Apenas habían transcurrido diez minutos. Él siguió corriendo, se le hacía tarde para llegar. Tuvo conciencia del tiempo.