viernes, 10 de noviembre de 2017

UNA FOTOGRAFÍA TRISTE





A Elisa no le gusta ver fotografías familiares. Es de las pocas personas que conozco que asume tal comportamiento. Ella cuenta que una tarde, cuando era niña, su mamá la llamó para que viera un álbum de fotografías familiares. Era una tarde espléndida, el sol se estiraba como gato en el patio. Elisa había regresado del parque, donde, con sus primas, había jugado en los columpios. Estaba chapeada, sentía un agradable calorcito en su cuerpo. Su mamá comenzó a pasar las fotografías, en blanco y negro, y a comentar cada una de ellas: Acá está mi abuelita Irene, acá está el tío Porfirio. Suspiraba al hablar. Hubo un instante en que se colocó una mano en el pecho y dijo: Acá está mi mamita, yo soy la niña que tiene en brazos. Elisa vio que su mamá dejó de ver la fotografía, miró hacia la ventana y se soltó a llorar. ¿Qué te pasa, mamita?, preguntó Elisa. ¡Nada, nada, hija, nada!
A Elisa no le gusta ver fotografías familiares, dice que aquella tarde se impactó. Su mamá había llorado, se había puesto triste, en una tarde espléndida, cuando minutos antes había estado feliz, cantando, preparando la masa de los pastelitos que metió al horno, para la cena. Elisa dijo que, a partir de ese día, odió a las fotografías, así como odiaba a su papá cuando llegaba borracho y hacía llorar a su mamá. Su papá y las fotografías hacían llorar a su mamá y eso a ella le molestaba mucho.
Elisa cuenta que su mamá le echó la culpa a la sirvienta, la tarde que salió huyendo de casa, llevándose la cajita de madera donde guardaba sus joyas. “¡India cabrona!”, gritó la mamá de Elisa cuando descubrió el hurto de las joyas y de los álbumes de fotografías. Elisa nunca confesó la verdad, que ella había tomado las fotografías y las había ido quemando poco a poco, y los álbumes los había guardado en una bolsa negra de plástico y los había tirado en la basura.
Por eso, Elisa no tiene cuenta de Facebook. Dice que hay parientes y amigos que suben fotografías familiares y ella no quiere recordar los momentos ingratos que vivió su mamá. Cuando el borracho de su padre los abandonó, su mamá lloró mucho. Lo mismo hizo cuando una amiga de ella le enseñó una fotografía donde estaban los papás de Elisa recién casados.
Por eso yo no le enseño fotografías familiares a Elisa. A veces le muestro algunas fotografías de Comitán, del parque de La Pila o de la Pilita Seca y ella sonríe y dice que esas fotografías sí le hacen bien. Pero cuando tomé esta fotografía en la carretera que va a San José Obrero pensé que no se la enseñaría, porque es como una foto triste, muy triste. Sé que ella no vería ese platanar que es como una corona verde a mitad del campo, que es como un pájaro enormísimo con sus alas abiertas, que es como el corazón de la tierra que abre sus dedos para tocar el viento. No. Sé que ella vería lo que está en primer plano, ese fragmento de murete que ya está todo chimuelo, que es como un sobreviviente de épocas pasadas. Porque, si bien este fragmento no tiene parentesco con alguien, sí es como un hilo para jalar la memoria, ese hilo cruel que sirve para atar el recuerdo del abuelo que lo construyó, ese abuelo que, por las tardes, se sentaba en un butac a ver cómo estaba de grande ya el platanar que sembró con su padre.
Las selfies son fotos prodigiosas, que capturan el instante glorioso de vida. Pero sé que estas instantáneas, al paso del tiempo, se volverán fotografías tristes. Lo sé, así como lo sabe Elisa. El otro día, Romeo me mostró una fotografía donde aparecen tres muchachos en la playa, debajo de una sombrilla. Los tres están con sus trajes de baño, están bronceados, tienen cervezas en la mano, sonríen. Romeo me dijo que los conoció. Cuando le pregunté por qué hablaba en pasado, me contó que esa fotografía la subieron a sus muros, antes de dejar Acapulco, antes de subir al auto, antes de chocar con la parte trasera de un tráiler. Estaba triste cuando dijo que esa fotografía la habían subido al Facebook dos o tres horas antes de morir.
Sé porqué Elisa odia las fotografías familiares. Le remueven recuerdos ingratos, que son como brazos que lanzan a la mente al vacío, ahí donde, a diferencia de trapecistas de circo, no hay redes de protección.
Pero yo tomé la fotografía porque sé que uno de estos días, más temprano que tarde, este pedazo de murete caerá y nadie tendrá un referente para la memoria colectiva. Yo pienso que es bueno, de vez en vez, que haya registro de fotografías tristes, porque, después de todo, la vida está llena de esas cuerdas que aprietan los cogotes del alma.