viernes, 24 de noviembre de 2017

HIJOS ÚNICOS ANÓNIMOS




Todos los hijos únicos del mundo deberíamos contar con una asociación semejante a Alcohólicos Anónimos, una agrupación en la que reconociéramos que nacimos con una desventaja con respecto a los hijos que tuvieron hermanos. Una institución donde pudiéramos expresar nuestros temores con gente que padece las mismas carencias.
Pero no podemos contar con tal agrupación porque ésta iría en contra de nuestro natural, en contra de nuestro carácter. Porque si bien los hijos únicos tenemos la desventaja de ser solitarios, tal desventaja también es nuestra gran fortaleza.
Los alcohólicos anónimos reconocen que su dependencia los ha rebasado y solicitan la ayuda de una potestad superior. El trago ha perjudicado su vida, su armonía. ¿Qué pasa con los hijos únicos? También reconocemos que nuestra condición de hijos únicos nos hace débiles ante la sociedad, una sociedad que nos impele a cada rato a “trabajar en equipo”, por ejemplo.
Los hijos únicos tenemos algo de príncipes, sin las ventajas que tienen estos nobles. Los príncipes (los verdaderos) reciben su educación en los propios castillos. Los reyes contratan a maestros para que lleguen hasta sus dominios y reciban la instrucción de la ciencia y del arte. Los príncipes verdaderos no tienen que reunirse con la plebe, con la broza. Los hijos únicos somos príncipes, pero, llegado el momento, debemos salir de nuestros “castillos” y entrar a colegios. Si bien nos va somos inscritos en colegios particulares, pero si la familia es escasa de paga, debemos asistir a escuelas públicas y ahí debemos “convivir” con compañeros que no son hijos únicos, sino que tienen más hermanos.
Los hijos únicos somos árboles impares, sembrados a mitad de un desierto. Los papás de los hijos únicos nos cuidan y nos sobreprotegen porque somos sus únicos asideros. Nos cuidan como cuidan a las niñas de sus ojos. Los hijos que no son únicos son bosques, los papás de ellos reparten sus cuidados y sus amores entre la bola de troncos que, en ocasiones, al ser tantos, ya no recuerdan ni cómo se llaman. A veces, una mamá que tiene doce hijos ya no recuerda cómo se llama el octavo hijo, el que ahora está trepado sobre una escalera cambiando tejas en el techo. ¿Algún padre olvida cómo nos llamamos los hijos únicos? ¡Jamás! Por eso somos únicos. Y esto es la gran desventaja de la vida, porque no podemos movernos tantito a la izquierda o a la derecha sin que los papás estén pendientes de que no resbalemos, de que no caigamos al vacío, de que no nos empujen a la alberca, porque no sabemos nadar. ¡Esto es! Los hijos únicos no sabemos nadar en el mar de todos los días. Porque afuera de nuestras casas, en las calles, en las plazas, en los campos, en los bares, en los prostíbulos, en los templos, siempre hay una mayoría de personas que no son hijos únicos, que crecieron acostumbrados a lidiar con los otros, a pelearse con los hermanos, a arrebatar la comida, a vestirse con los pantalones del otro.
Los hijos únicos tenemos pocos privilegios y éstos nos son escamoteados. Un privilegio es la posesión de juguetes, pero nunca faltan las voces de nuestras madres que nos dicen: “No seás egoísta, prestale tu carrito a tu amigo”. ¿Cómo? ¿Prestar lo mío? ¿Por qué? Los hijos únicos nos acostumbramos a no compartir, porque nos sabemos príncipes y sin embargo, a medida que crecemos, la sociedad nos exige compartir nuestras posesiones mínimas. Debemos prestar nuestros “juguetes” a los demás. Nuestro sentido innato de posesión se va afectando y esto nos hace miserables.
Los hijos únicos somos felices en nuestras casas, en nuestros territorios, donde la actividad de la vida está afuera, en la calle. Pero comenzamos a ser infelices a la hora que debemos salir. Pobres de aquellos hijos únicos que no recibimos una herencia jugosa para vivir de las rentas el resto de nuestras vidas; pobres los hijos únicos que tenemos que trabajar en oficinas donde debemos relacionarse, a todas horas, con la gente ventajosa que tuvo más hermanos, porque ellos, los no hijos únicos, están acostumbrados a arrebatar las pertenencias del otro y a defender, con puños y gritos, sus propiedades.
Los hijos únicos nos sabemos príncipes. No estamos acostumbrados a salir a la calle, a oler fritangas, a pelear con los otros. Los hijos únicos deberíamos tener una agrupación similar a la de Alcohólicos Anónimos, donde pudiéramos acudir a narrar nuestras desventajas y a recibir el apoyo de los otros, iguales a nosotros. Pero no podemos hacerlo porque iría en contra de nuestro carácter innato. Crecimos acostumbrados a estar sin los otros, a pensar que lo más importante del universo somos nosotros, así nos lo enseñaron nuestros padres que nos protegen y retiran, a cada rato, los gusanos que se trepan a nuestras ramas con el deseo de comer nuestras hojas. La plaga de los hijos no únicos nos carcome el espíritu. Ellos no tienen la culpa. Ellos sólo aplican su natural, su carácter gregario. Somos nosotros, los hijos únicos, los que nacimos con la desventaja de no saber cómo comportarnos en la plaza, acostumbrados siempre, a ver el mundo, desde el balcón central de palacio. Los hijos únicos no sabemos vivir fuera de nuestro entorno.