sábado, 8 de febrero de 2025
CARTA A MARIANA, CON UN PIZARRÓN VACÍO
Querida Mariana: un día, hace tiempo, íbamos Pau y yo en el tsurito; bajamos rumbo al barrio de La Pila, por la calle que está detrás del templo de San Caralampio. Al pasar frente a la casa de Doña Conchita Pérez, Pau casi sacó la cabeza en la ventanilla y dijo: “Mirá, tío, una escuelita callejera”. Lo dijo porque Doña Conchita siempre sacaba un pizarrón donde anotaba el menú del día.
El 6 de febrero 2025, bajé por la misma calle, como a las ocho de la mañana y, en lugar del pizarrón, hallé una cartulina pegada en la puerta con un mensaje triste, ahí avisaban del fallecimiento de nuestra querida amiga, Doña Conchita Pérez.
El letrero decía: “Falleció la Sra. Conchita Pérez de Penagos. Sus restos están siendo velados en Funerales Figueroa, planta alta, cerca de la Unidad Deportiva”.
La vida era bonita, en los tiempos donde Pau y yo pasábamos frente a su casa y encontrábamos el pizarrón. Pau, con su inocencia y fina ironía, dijo que parecía una escuelita callejera, porque siempre había un pizarrón, pero el pizarrón avisaba el menú del día, porque en los últimos tiempos, la gran maestra de la gastronomía comiteca, avisaba a sus clientes qué platillos habría para ese día.
Siempre pensé que algún maldoso pasaría a borrar el menú, sólo para hacer la travesura, pero eso nunca sucedió. No sucedió porque los del barrio conocían perfectamente a la maravillosa vecina, quien tenía un carácter amigable, pero también era de carácter fuerte, cuando la ocasión lo ameritaba. Ah, que no la buscaran porque la encontraban.
La cocina comiteca, en una de sus mejores versiones, estaba en su casa, casa maravillosa, con un patio generoso que tiene una vista sorprendente hacia la parte alta de la ciudad.
Te conté que hace años ella tuvo un restaurante abierto al público, en los últimos tiempos sólo preparaba comida para llevar. Cuando tuvo su restaurante, con mesas y sillas en el patio, con los amigos fui en una o dos ocasiones a tomar la cerveza y degustar las exquisiteces que preparaba. Muchos amigos de buen comer, de exquisito gusto, gente de mundo, personas que han estado en grandes restaurantes, alababan la sazón de Doña Conchita y disfrutaban su plática sabrosa.
Ella, todo mundo lo hizo notar al conocerse su fallecimiento, fue gran devota de San Caralampio, ¡cómo no!, su casa está pegada al templo de Tata Lampo. No cualquiera tiene como vecino de al lado a un santo y menos al santo más querido de Comitán. Su devoción por el santo inició desde que era pequeña, ella platicaba cómo desde niña vivió con intensidad los festejos dedicados al santo, desde que un grupo de hombres levantaban el jacal y lo adornaban con ramas, hasta la entrada de flores, del día 10 de febrero y la algarabía de la feria del 20. Con su carácter de lideresa ella coordinaba los festejos, por supuesto que hubo gente que le peleó el puesto, porque pensaban que no podía ser de su propiedad, pero, digo yo, cuando vivís al lado del santo pues adquirís el llamado Derecho de Cercanía. Ningún mortal estuvo tan cerca, porque si bien la familia Morales Sarti también colindó con el templo, nadie estuvo cachete con cachete con Tata Lampo. La familia Morales Sarti fue vecina del graderío, pero Doña Conchita estuvo pegada a la sacristía y cerca, muy cerca, de la imagen del santo.
Cinco días antes de la celebración de la Entrada de Flores se despidió de la vida. No sé cuál fue el motivo de su deceso, pero recuerdo que dos días antes pasé frente a su casa y estaba colgado el pizarrón con el menú del día, esa mañana llamó mi atención el tercer platillo: “Tortas comitecas”. En el título de este platillo estaba concentrada la tradición que ella se encargó de preservar. Hay miles de formas de preparar una torta, basta recordar en la Ciudad de México, las tortas que les llaman “Guajolotas”, que son las tortas que llevan un tamal en medio, un tamal de rajas (los tamales de rajas, los verdes, son exquisitos); basta recordar en Guadalajara, las tortas ahogadas (sin duda que mi amiga Eva Morante las ha saboreado); ¿y en Mérida?, ah, pues las deliciosas tortas de cochinita. ¡Mil variedades de tortas, todas exquisitas! Te he contado que cuando estudié en la Ciudad de México, iba, en compañía de mi palomilla, al mercado cerca del departamento de Avenida Cuauhtémoc, a disfrutar unas excelentes tortas cubanas (ahora en Comitán hay una fonda que vende “tortas mata hambre”, tortas tortugotas). Pues Doña Conchita preparaba “Tortas comitecas”, muy seguido las anotaba en el menú del pizarrón.
En Arenilla fuimos amigos de Doña Conchita, ella siempre nos trató con mucho afecto. Cuando salía la edición de la revista impresa, en forma muy atenta, pero con su carita exigente, me enviaba un mensaje donde decía que no le había pasado a dejar su ejemplar. Con atingencia bajábamos al barrio con Paty Cacjam, tocábamos en la puerta y esperábamos que ella apareciera en la ventana, ahí nos saludábamos y ella extendía la mano para recibir su Arenilla. Fue una fiel lectora. Nos cabe el orgullo de decir que ella apareció en nuestro primer número, que apareció en 2017, allí ella nos compartió la receta de la barbacoa, de la barbacoa a su estilo, al estilo comiteco. No transcribiré la receta, pero si te interesa buscá nuestro primer número y la hallarás, sólo diré que para preparar el recaudo (que en el pueblo le llamamos “recado”, qué simpático) ella utilizaba los siguientes ingredientes: pimienta chica, pimienta gorda, canela, clavo, anís, nuez moscada, mostaza, semilla de cilantro, tomillo, orégano, laurel, hojas de aguacate y vino tino. ¿Mirás la magia? La gran maestra de la cocina comiteca, quien a diario sacaba el pizarrón a la calle, para compartir sus conocimientos gastronómicos, para dar la clase de identidad, tenía el conocimiento preciso y exacto para mezclar las esencias. Una de las más grandes comitecas no nació en el pueblo, Doña Conchita (así nos lo contó) nació en Torreón, Coahuila, pero muy criatura llegó a Comitán y acá se quedó a vivir. ¿Cómo se apropió de la esencia de la comida comiteca? También contaba que fue su suegra, Doña Virginia Pérez Rivera, quien le pasó la estafeta, quien le dio la receta mayor. Doña Virginia le enseñó a deshuesar gallinas y guajolotes, así como la preparación de los más conocidos platillos comitecos: pierna mechada, lomo relleno, tachilgüil y chanfaina.
Muchísimas personas lamentaron el fallecimiento de Doña Conchita y escribieron mensajes afectuosos en las redes sociales. Cada palabra fue como un ingrediente para hacer un platillo divino, porque fueron mensajes últimos para una de las últimas maestras de la gastronomía comiteca. Por fortuna, hay muchas mujeres y hombres que en nuestro pueblo continúan con la tradición, lo hacen con innovaciones, con nuevas propuestas.
Doña Conchita fue agua de La Pila, fue un “aguafuerte”, un agua limpia, un agua fresca; ella fue como un gajo de la ceiba, el árbol sagrado de los mayas; fue un rayito de luz emanado de la imagen de San Caralampio; en su palabra estuvo enredado el sonido del carrizo y del tambor. A veces tuvo la imagen de "diablita” y en otras ocasiones fue la diosa del hinojo, mirada del aire, memoria del azafrán. Su carita redonda siempre fue un sol, un comal sin tizne, un comal con colorete provocado por el fuego del horno, del horno de la vida.
Ella fue musgo para la humedad del encanto, ausencia de caminos. Desde su casa, amplia extensión, miraba los techos de las casas que se desparraman en la cima comiteca, desde ahí presenció en noches de luna llena el barco luminoso con la bandera de la paz; desde la orilla del mundo siempre lo saludó, para que nada se olvidara, para que todo fuera la raíz de la esencia; ella fue adoradora del sabor, cada mañana escribía en su pizarrón, escribía una lección sencilla, la de la buena sazón. Era tal su magia, que los clientes casi casi olían esas palabras, cuando escribía “espinazo con chaya”, esta esencia era como una cinta mágica que jalaba los recuerdos y no los dejaba hasta que tocaban y pedían “dos órdenes”. Ella, ¿ya miraste?, servía “órdenes”, así fue siempre su modo alegre, la gente le “ordenaba” y ella respondía con “órdenes”. Nunca se dejó, siempre supo que era una mujer privilegiada, era la más cercana vecina del santo más amado del pueblo. Que nadie osara meterse con San Caralampio, ese santo le correspondía, era suyo, por Derecho de Cercanía.
Posdata: se apagó su luz, su pecho fue demasiado para el corazón, el viento fue insuficiente para su vuelo. ¡Descanse en paz, la maestra del pizarrón callejero!
¡Tzatz Comitán!