miércoles, 30 de marzo de 2011

POR LOS QUE NO SE RAJAN




Fernando Figueroa Castellanos cumplió cincuenta años de edad y me invitó a una comida. Y fui con gusto, a pesar de que mis amigos saben que soy escaso para ir a guateques. En un tiempo no fue así. Cuando era joven me encantaba el arguende, echaba trago, bailaba y, ya bien bolo, declamaba “Tarumba”, de Sabines y aventaba servilletas como si fuesen palomas. Pero como tiene muchos, muchos años, que no bebo ¡evito las fiestas! Y las evito precisamente porque los jolgorios tienen el ingrediente del alcohol.
Soy hijo único y tuve el padre más hermoso del mundo y puntos intermedios, pero cuando mi papá, muy de vez en vez, echaba trago ¡yo sufría!, porque él abandonaba, saber en qué esquina, su armonía. Yo sufría mucho. Y sufría porque alguien, en algún momento, me dijo que los bolos podían morir de congestión alcohólica. Hasta la fecha no sé bien a bien en qué consiste tal dolencia, pero, de niño, la imaginaba como una muerte terrible donde el cuerpo se contraía hasta convertirse en una masa informe de donde salían miríadas de gusanos asquerosos. Cuando mi papá echaba su traguito y, trastabillando, llegaba a su cama, yo me sentaba en una silla, le colocaba una estampa del Sagrado Corazón de Jesús debajo de su almohada, y rezaba. Le pedía a Dios que no le mandara la muerte a mi papá. Al día siguiente yo despertaba muy temprano y aguzaba mi oído, cuando escuchaba a mi papá silbar alguna canción, daba gracias por el prodigio.
No voy a fiestas porque a pesar de que me gustan los circos y el cine, en las fiestas siempre aparece el trago.
Las fiestas tienen mucho de circo y de cine. El problema es que los asistentes no lo ven así y, a la fuerza, deben platicar con el vecino (en la celebración de Fer me tocaron Oscar Bonifaz, Rodolfo Castellanos y Juan Román como vecinos y alegraron mi tarde con sus anécdotas). Las fiestas debían ser el espectáculo que son. Los asistentes deberían sentarse y mirar ese río de agua limpia que se presenta ante sus ojos. A mí me gustaría que me asignaran una mesa especial para presenciar, sin interrupciones y vecinos molestos, la maravilla de ese instante donde, más que en ningún otro, se concentra la magnificencia de la vida.
Me gustaría que los asistentes se sentaran en las mesas con la misma ilusión con que se sientan en el cine, en el estadio o debajo de la carpa de circo y presenciaran la maravilla del espectáculo. Que apareciera un hombre, vestido con traje de maestro de ceremonias, que anunciara: “Y ahora, para deleite de todos los asistentes, el hombre que se convirtió en rana por desobedecer a sus padres”, y el hombre saliera detrás de una cortina roja y comenzara a croar e intensificara su canto con el trueno de las palmas de los asistentes.
No voy a fiestas porque no he podido superar el “síndrome de la congestión alcohólica”. Cuando veo a algún asistente tomar más trago de la cuenta, pienso que esa pesadez de sus movimientos y la trabazón de su lengua son síntomas inequívocos de que le comienza a dar el mal. En movimiento automático llevo mi mano derecha a la bolsa de mi camisa y sobo la estampa del Sagrado Corazón que siempre llevo ahí y le pido exorcice el mal y prolongue la vida del hombre que no tuvo más intención que gozar el instante, un poco para dar gracias a Dios por la maravilla de la vida.
Por fortuna, en la fiesta de Fer el trago sólo sirvió para calentar el corazón y el espíritu. Claro, esto fue así gracias a la intervención del Sagrado Corazón de Jesús. A las seis y media de la tarde me despedí y dejé a los amigos disfrutando de ese circo que fue ¡una espléndida carpa de tres pistas!