viernes, 1 de julio de 2011

¡LLÉVELAS, LLÉVELAS!




El hombre me ofreció piedritas. Las llevaba en un morral. Yo había estado toda la tarde en el parque de Comitán, leyendo cuentos de Marguerite Yourcenar. El cielo amenazaba con unas nubes negras a lo lejos, pero Paty había dicho que si no estaba “oscuro” por el rumbo de Las Margaritas no iba a llover.
Me gusta sentarme en el parque. Desde ahí veo cómo pasa la vida en el vuelo de los pájaros, en la chanza de los jóvenes, en la plática sosegada de los viejos, en el caminar de río de las muchachas bonitas. Leía el cuento La tristeza de Cornelius Berg, que trata acerca de la imperfección del universo, cuando el hombre extendió la mano con piedritas, comunes y corrientes, de esas que se encuentran en cualquier calle. “Se las doy baratas”, dijo y sonrió.
¿Piedritas? Y para qué un hombre puede querer comprar piedritas. Reconozco que hay tiempos en que los hombres compran piedras: cuando comienzan a construir los cimientos de sus casas o cuando quieren impresionar a las amantes. Pero en el primero de los casos son piedras enormes y en el segundo ¡preciosas! Pero este hombre me ofrecía piedritas comunes. Con su mano izquierda eligió una de las que tenía en la palma de la derecha y la ofreció como algo inusual: “¡Mire, ésta es de diez pesos!”. El hombre tenía una gran dignidad al ofrecer su producto. Dos muchachas pasaron frente a nosotros y sonrieron. Se alejaron haciendo algún comentario. Volvieron la vista. Un carro con altoparlantes pasó por la calle anunciando las novedades de una tienda de ropa.
Pensé que si alguien compraba una piedrita era por caridad al hombre que, con saco y corbata, las ofrecía como si fuesen artículos de primera necesidad. El hombre no había dicho más que dos oraciones. La primera había referido a que no tenían gran costo y en la segunda refrendó el dicho. ¡Diez pesos, por una piedra común! Bueno, pensé, diez pesos ni me harán más pobre ni más rico. Busqué en el bolsillo de mi pantalón de mezclilla y reuní dos monedas de cinco, acepté la piedra y entregué el dinero. Me sentí estúpido con la piedra entre mi mano, el hombre advirtió mi turbación porque me dijo: “¡Tírela ya! ¿Qué espera?”, y tomó mi mano en movimiento de látigo. Yo, inútil por naturaleza, le hice caso. Como si tuviera algo caliente ¡la aventé al jardín! El hombre sonrió satisfecho, brincó la protección y buscó la piedra. Levantó la mano y me la enseñó. El hombre regresó las piedritas al morral y me dijo adiós con la mano. Bajó las gradas y se acercó a un grupo de jóvenes que estaba sentado en la fuente, frente al templo de Santo Domingo. Vi cómo el hombre sacaba las piedritas de su morral y las ofrecía a los muchachos que reían como pirinolas, divertidos con el encuentro.
¡Bonita historia!, pensé. Me quedé sin mis monedas y sin “mi piedra”, pero no estaba molesto, ni siquiera me sentía engañado. El sentimiento de estupidez también había desaparecido. Mi sentimiento era el de que algo pesado se había vuelto nube. ¿El simple acto de tirar la piedrita había hecho el prodigio? ¿Había sido ese acto un acto meramente simbólico o había significado algo más? Tuve la certeza de que el prodigio se había dado por la presencia del otro. Él había puesto la piedrita en mis manos y yo, gracias a su aviso, la había tirado. Al principio pensé en guardarla. ¿Guardar una piedra? ¡Qué absurdo! Sin embargo lo pensé, tal vez porque me había costado diez pesos. A veces me he visto levantando piedras y guardándolas. ¡No vuelvo a hacerlo!
A veces las grandes enseñanzas cuestan poco. En esta ocasión, el hombre me legó una gran enseñanza por sólo diez pesos, ¡diez miserables pesos!
¡Qué prodigio! ¡Qué talento del hombre que con simples piedras puede ser un gran Maestro! Cuentan que a Jesús le bastaba hacer malabares con parábolas, con simples palabras. El hombre, qué maravilla, ¿vive de vender piedras? No, estoy seguro de que su oficio es otro. ¡Esa tarde no llovió!