sábado, 24 de septiembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO SE PASA DE LA AUSENCIA AL ¡VIVA MÉXICO!
Querida Mariana: los comitecos somos sobrinos de medio mundo de acá. Fernando Escárcega, en un texto maravilloso, recordó que a don Belisario Domínguez le decimos “Tío Belis”. A nuestro héroe le damos un trato más que afectuoso. Asimismo, a las mujeres que están detrás del mostrador en las tiendas escolares las llamamos “tías”. En mis años de secundaria, los amigos pasábamos a la casa de Tía Elena a comer cazueleja con un vaso de temperante y en el local de Tía Petra disfrutábamos las tostadas más ricas del barrio de San Sebastián y puntos intermedios. ¿De dónde nos viene esa urgencia de enlazar afectos? Muchos hijos de mis amigos me dan, también, ese trato afectuoso. Es un poco como si dijeran que me reconocen como hermano de sus padres.
Por esto no fue extraño que un día de septiembre, en los años setenta, “tío Quique” apareciera en mi vida. Medio mundo de Comitán le daba el trato de tío.
Te cuento: mi amigo Javier vivía frente a la casa de él. ¡Era dieciséis de septiembre y Javier y yo, con sillas sobre la banqueta, nos disponíamos a ver el desfile! El alboroto de la gente y el sonido de los tambores y cornetas nos avisaron que el contingente de las escuelas se acercaba. Vi que Javier saludaba a alguien, elevé la vista y miré al famoso “Tío Quique” en uno de los dos balcones de la planta alta de su casa. El señor tenía puestas unas cananas que le marcaban una equis en el pecho, y ostentaba un sombrero de ala ancha, al estilo zapatista. La mano izquierda la tenía empuñada sobre el corazón y en su mano derecha enarbolaba una bandera mexicana. ¡Quedé sorprendido! (desde entonces y hasta hoy). Era como la imagen rescatada de algún libro de Historia de México. Un hombre rescatado de tiempos en que el mundo era color sepia.
Pregunté quién era y me respondieron que era el famoso “Tío Quique”. Al paso del tiempo conocí algunos detalles de su vida. Los datos que me daban lo envolvían en un aura de mito. “¡Está chifladito!”, dijeron muchos; “La Luisa Loca es una de sus muchachas”, dijeron otros. Éstos aseguraban que en la casa del tío había muchachas de la “vida alegre”. Nunca comprobé la certeza de los dos asertos. No lo consideré esencial. Lo que sí me dejó intrigado fue la versión de Alfredo acerca de la existencia de murales en los interiores de los cuartos. Él juraba haber estado en la casa una vez y juraba haber visto esas pinturas. Me describía el inmenso colorido de los fondos y cada una de las poses de las modelos, algunas vestían telas vaporosas y otras, de manera sugerente, mostraban sus pechos. Decía que las bocas de las mujeres eran como un vaso de temperante y que sus ojos eran como reflejo del Lago Aguatinta, de Montebello. Alfredo juró que esa tarde se deslumbró ante la visión de esa “Capilla Quiquina”. Se impresionó ante la presencia de una mujer, de carne y hueso, que estaba reclinada sobre uno de los murales. La silla acojinada estaba junto a la pared, en tal forma que la mujer sentada parecía ser parte del cuadro o lo contrario: salida de la pintura para materializarse. Alfredo decía que el cuarto era grande y con paredes altísimas. En una de éstas había un tragaluz, en forma circular, por donde se colaba la luz. Esa tarde, los rayos de Sol caían directamente sobre la mujer. Su piel -Alfredo repetía una y otra vez- era un campo de trigo que invitaba a recostarse sobre él.
Así que, según algunos comitecos, tío Quique, además de ser un espíritu zapatista redivivo, era proveedor de un servicio esencial para los calenturientos del pueblo. Pensé entonces que medio Comitán adulto había emparentado con tío Quique en la misma forma que eran parientes de tía Lola y tía Maty, dueñas de los prostíbulos más famosos de Comitán. ¡Dios mío, cuántos tíos y tías teníamos los habitantes de este pueblo!
¿Le decíamos tíos a todos aquéllos que proveían servicios? ¡Claro, esto era antes! Ahora sería un despropósito decir que vamos a comprar galletas con “Tía Aurrerá” o a comprar una torta con “Tío Hipocampo”. Nuestras relaciones interpersonales han cambiado. Ya no tenemos los referentes directos de las personas y de sus nombres. Los calenturientos iban antes con Tía Lola, ahora acuden a “La Zona”. Esto, que parece una intrascendencia, nos marca una ruptura en la tradición y en la identidad.
Anteriormente, un referente gastronómico era Tío Jul. Un día tal luz desapareció y hoy andamos extraviados por los caminos de “Burger King”. Los tíos han sido cambiados por “reyes” de dudosa sangre azul.
Con la ausencia de tío Quique se nos fue un referente histórico. Mucha gente se burlaba cuando el viejo aparecía en su balcón, convertido en un personaje que nos recordaba que México es la suma de símbolos revolucionarios, entendidos éstos como elementos de cambio.
El otro día, niña bonita, pasé por el frente de su casa, miré hacia los balcones (la casa, por fortuna, aún permanece inalterada en su fachada) y traté de imaginar la figura de tío Quique, en medio del bullicio del tráfico actual. Entiendo que Óscar Bonifaz (en su novela: Una piedra en mi zapato) rescata para el imaginario colectivo la imagen del tío, de su tío. En medio de la ficción aparecen rasgos de su personalidad real. Alfredo se fue a vivir al Norte del país y ahora no sé a quién preguntar si los murales existieron. Si fue cierto que una mujer (en la pintura) tenía una mano abierta donde se posaba el águila de nuestro escudo nacional, simbolizando acaso que la mujer era la patria y que las manos de ella son su sostén.
Manolo me dijo un día que nuestra costumbre de decirles tíos y tías a nuestros cercanos está definida en nuestro gentilicio afectuoso: cositía.
La tarde que Alfredo me contó lo de los murales, le pregunté qué había entrado a hacer a la casa. ¿Había tenido relaciones sexuales con alguna de esas mujeres? ¿Cuánto cobraban? ¿Cómo eran los cuartos? Él, en voz baja, como si me revelara el gran secreto, dijo que su papá lo había llevado para saludar al tío. El viejo sacó dos sillas y las colocó al centro del cuarto y ofreció una copa de rompope para su papá y un vaso de tascalate para él. La mujer del color de trigo mantuvo los ojos cerrados y las manos sobre su regazo durante el tiempo de la visita. Alfredo me contó que otra mujer caminaba por el corredor, se acercaba al vano de la puerta, sonreía y se retiraba para volver minutos después con su carita de ardilla pintada de rojo achiote. Todo era como un juego, como una puesta en escena. Según Alfredo esas mujeres mostraban tal dignidad que su oficio parecía ser el de modelos de pintores famosos como Renoir. ¿Tío Quique era muralista? Alfredo trató de ubicar los rostros de las mujeres en los muros pero no logró hallarlos.
Quizá, pensó, sus rostros están inmortalizados en otros murales, en otros cuartos.
Pd. Los niños de los años sesenta recibimos libros de texto gratuitos con una portada del artista González Camarena. El cuadro se llama: “Alegoría de la patria”. Una mujer bellísima, piel de tabaco, sostiene en una mano la bandera y en la otra un libro, un libro de donde mana un afluente, un afluente de luz que riega los campos de la nación. No quiero ser irreverente, Mariana mía, pero tío Quique simbolizó una imagen cercana a la que mirábamos en los libros de texto. Nos daba identidad, nos recordaba la seriedad de sabernos hijos de la patria. Ahora, los escolares no tienen asideros patrióticos. Sus libros de texto tienen portadas que cada vez se alejan más del sentido de la patria. Los niños de mi generación aprendimos a leer con oraciones tan sencillas como “Mi mamá me ama, mi mamá me mima”. Y no sólo nuestras madres nos amaban, también las tías y los tíos comitecos de esos tiempos nos amaban y nos mimaban. Ahora ¿quién ama a nuestros niños? ¿Quién ama a la patria? ¿Quién eleva la mirada y se encuentra en el balcón a un viejo “chifladito” enarbolando la bandera?
Tal vez Alfredo inventó la historia de los murales; tal vez la historia de las mujeres también fue inventada. Tal vez en este pueblo inventamos historias. Tal vez inventábamos una idea de patria que estaba cercana a nuestro corazón. ¿Ahora qué patria estamos inventando para nuestros niños y para nuestros jóvenes? ¡Ay, Mariana! ¿Quién iba a decirnos que, en el futuro, tío Quique nos haría falta?