viernes, 9 de septiembre de 2011
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO ESTAMOS LLENOS DE AROMAS
Querida Mariana: cada pueblo del mundo tiene una forma especial de celebrar. ¿Será que en otras partes también adornan los pisos como lo hacemos en Comitán cuando hay un guateque? Los comitecos acostumbramos regar con juncia los suelos de nuestros zaguanes, de nuestros corredores y de nuestros patios. ¡Con decir que, a veces, hasta las banquetas y las calles las llenamos con juncia!
Lo hacemos en acto inconsciente, porque está en nuestros genes. Así como acariciar es un acto reflejo del ser humano, los comitecos extendemos los brazos de forma natural a la hora que regamos la juncia. Nuestras manos están acostumbradas a que las metamos adentro de los costales y las saquemos llenas de esas frágiles líneas verdes con aroma de viento.
La juncia, por principio físico inmutable, crece en medio del aire. Cuando le llega la edad de hacerse vieja se descuelga seca por las lianas del viento hasta caer en el suelo.
Pero los comitecos, quién sabe desde cuándo, tenemos la manía de trepar a los árboles a cortar la juncia antes de tiempo, la cortamos para adornar nuestros suelos, para decir que tenemos gusto en el corazón.
La juncia que, momentos antes, se columpiaba en los árboles y miraba el paso de las aves se inclina ante nuestra soberana alegría y queda regada sobre la más modesta de todas las superficies: el suelo. Ella cede su vida para que nosotros vivamos. Aún le restaba tiempo para acariciar el viento, pero nosotros le arrebatamos sus últimos gajos.
No sólo se ve afectada en su altura sino también en su dignidad. Los hombres regamos la juncia con generosidad, tapamos cada resquicio, a fin de que sea como una alfombra maravillosa. ¿Y todo para qué? Al principio, la mirada y el espíritu se sorprenden ante ese prodigio que se derrama ante nuestros pies, pero, al final, termina siendo ignorada. La gente, a mitad de la fiesta, patea lo que antes fue asombro, lo patea para que no resbale a la hora que zapatea al ritmo de la marimba. Mientras los marimberos somatan más duro sobre la madera, más vejada resulta la juncia.
Mientras los niños juegan con ella, hacen trencitas o, botados en el suelo, juegan a bañarse debajo de una lluvia de juncia, ésta se dedica a poner trampas para que los bailadores resbalen.
No sé, mi niña bonita, si en París o en Praga tienen la costumbre de regar pétalos u hojas secas o frescas; no sé si los pisos los cubren con fresas o con albaricoques; no sé si, además de las alfombras rojas, en Cannes acostumbran regar con nubes el camino por donde pasan las estrellas. No lo sé. Lo único que sé es que acá, en nuestro pueblo, regamos con juncia el paso del hombre común en una fecha especial.
De igual forma que la mujer Chiapacorceña tiene el don de mover la jícara para compartir el pozol, así, la comiteca posee el don de regar la juncia, a una o dos manos. El movimiento con dos manos es menos delicado, es un poco como si se sacudiera la falda; pero el movimiento a una mano es sublime, comienza desde el centro del cuerpo y se extiende hacia la periferia, en un trazo que recuerda el instante en que Dios regó el polvo de estrellas en el universo. Por esto, y no por otra cosa, es que los ajenos admiran la mano de la mujer comiteca: la mano para preparar los guisos, la mano para ordenar los chunches de la casa, la mano para cortar los frutos, para sembrar, para acariciar, para prender la brasa del fogón. La niña que acompaña al abuelo a regar la juncia en el patio de la casa, no sabe que en ese ligero movimiento está recibiendo la lección más plena de la vida: ¡la de la pasión!
Porque pasión y no otra cosa es lo que impulsa a los comitecos a treparse a los árboles para podar los pinos. Pasión es lo que los mueve a sembrar en el suelo lo que es sueño del cielo. ¿Cómo, ¡Dios mío!, los comitecos logran enhebrar esos deslumbres que dan forma a los mapas del cielo?
Querida Mariana, los comitecos estamos hechos con el aroma de la juncia fresca. Por eso nuestro espíritu tiene algo de Montebello; por eso nuestra mirada tiene el color del quetzal y nuestras alas la velocidad del chupamirto.
Cuando camino por estas calles de Dios y escucho una marimba olvido lo que iba a hacer y camino con rumbo adonde el sonido me convoca. Como mi oído y mi corazón ya están alertas los ignoro y todos mis sentidos se concentran en el olfato. Mi nariz, como perro de caza, hincha sus fosas y alerta sus “papilas” olfativas. ¡Voy en busca del aroma!, que es como decir que voy en busca de mi niñez, de la casa vieja con pilares que se vestía de fiesta cada vez que los amigos de mi padre lo acompañaban a celebrar su cumpleaños.
¡No entro a las casas con juncia! Me gusta verlas de lejos. Sé que en el interior la vida se sublima y, por eso, a veces convoca los instintos más primarios. Cuando los enfiestados ya están alegres, he visto a bolitos confundir la alfombra con la cama, los he visto, como niños, recostarse y ponerse en posición fetal para dormir el sueño de los injustos. También, a veces, los bolitos confunden esa alfombra de juncia con un ring y se dan de cates. Y esto es así tal vez porque la juncia es el sueño del árbol y también su pesadilla. La juncia también se confunde, no se acostumbra a estar en el suelo.
Regar juncia es abrir la ventana del espíritu, es decirle al otro que nos da gusto su presencia, es dar gracias a la naturaleza por su sonrisa. Pero, una vez que es pisoteada, la juncia se convierte en un agua sucia. Los invitados la ignoran y ponen su atención en la mesa donde están los frijoles refritos con chile de Simojovel, la salsa verde, las cebollitas de cambray, los chorizos, el palmito, la olla podrida, las tortillas calientes, el hielo, la cerveza, el ron y las tabletas de manía. Los seres humanos siempre tiramos los aromas al cesto de basura cuando la tentación toca la puerta del gusto.
Los comitecos que están lejos añoran los aromas del jocoatol, del chicharrón de hebra, de los panes compuestos y de los tamales de bola, pero esa nostalgia se borra cuando llegan de vacaciones y en “El Foquito” intercambian esa imagen irreal por la realidad del sabor. ¡No hay disfrute más intenso que el del gusto! Por esto, los de afuera veneran a las mujeres comitecas, porque, dicen, dicen, ellas saben a chimbo o a salvadillo con temperante.
Pd. La tarde en que Elena se casó la vi entrar al templo con un vestido blanco que le daba en los tobillos, un tocado de hojas de menta sobre la cabeza y un collar hecho con juncia fresca. Cuando salieron del templo y los invitados aplaudieron y echaron porras y pétalos de rosa a la pareja, ella se acercó al grupo de amigos, llevó las manos detrás de su cuello, desanudó el collar y lo entregó a Rocío con las siguientes palabras: “No permitás que nunca se seque nuestra amistad”. ¿Mirás, la juncia sirve para todo y para todos?