lunes, 20 de febrero de 2012

CAMINO A CASA


Mi memoria es endeble, pero es lo único que poseo para regresar a mi infancia. A veces me siento en el parque central de Comitán y, mientras miro la fuente donde los muchachos juegan y platican, procuro hacer un recuento de las casas donde viví. Las casas de mis padres y las de huéspedes donde estuve abonado.

No sé si a todos los ocurra lo mismo, pero la casa que más frecuento es la primera donde viví. ¿Qué influjo posee esa casa que cuidó mis primeros pasos? Mientras miro al hombre que se sienta en la silla del bolero y éste coloca unas lengüetas en los zapatos para no manchar los calcetines, y saca el cepillo y las grasas, yo camino en el corredor que va de la oficina de mi papá (con piso de duela de madera de pino) al oratorio. Ahí, en medio de las imágenes de santos alumbradas por velas, veo al tío (¿tío Alfredo?) sacar sus objetos de la maleta de cuero. Él no es mi tío, mi papá me ha enseñado que lo trate así; me ha enseñado que lo quiera. No sé cómo mi papá lo conoció. Lo único que sé es que una mañana (pueden pasar seis u ocho meses sin que se aparezca) toca la puerta y mi papá lo recibe con cariño. Llama a la sirvienta y pide que le sirva desayuno. Él mete su maleta y su caja de bolear en el oratorio. Saca sus objetos personales y va al cuarto de huéspedes (la casa donde vivo tiene cuatro corredores, un patio al centro y muchos cuartos. Mi papá renta esa casa). Mi mamá oye el barullo, sale del cuarto y saluda afectuosamente al tío. Cuando llego de la escuela lo encuentro sentado al lado de la puerta de la sala y corro y lo abrazo y él me cuenta de los lugares donde ha estado (recuerdo poco). Es zapatero remendón. En cuanto termina de desayunar toma su caja de bolear y una maleta negra, llena de cicatrices blancas y sale a la calle. Regresa hasta la noche. Cuando el tío (¿Alfredo?) está en Comitán yo no ceno hasta que él llega. Vamos a la cocina, nos sentamos en torno al fogón y ahí él me cuenta lo que hizo en el día.

No sé por qué siempre dejaba su maleta en el oratorio. Nunca le pregunté (o tal vez sí, pero no recuerdo qué dijo). Tal vez le gustaba buscar en la penumbra; tal vez en la vida nos pasamos buscando objetos o el sentido de la propia vida en la penumbra. Todos, sin saberlo, estamos metidos en un oratorio. O tal vez lo hacía para dejar su aroma. Se estaba tres o cuatro días y luego tomaba sus cosas e iba a otro pueblo. ¿En dónde dormía en aquellos pueblos? Tal vez en una casa como la nuestra; tal vez en todo Chiapas tenía sobrinos que, como yo, lo querían y lo esperaban sin esperar recibir algo. Porque, he de decirlo, el tío nunca llevaba algún objeto material. Los niños siempre piensan que son felices cuando un visitante les lleva algún presente. Con él aprendí que el verdadero afecto está por encima de chunches. Su sola presencia era un regalo de luz. Cuando se iba yo entraba al oratorio, me hincaba y le pedía a Dios que lo cuidara, todo en medio del aroma del incienso y del olor de su maleta de cuero.

Mientras las parejas se toman de las manos y algunos, en las computadoras, entran al facebook (porque en el parque de Comitán hay señal libre), yo intento buscar en mi memoria escurridiza. Mi memoria es pichancha y poco guarda, pero yo intento aprehender esos hilos para hacer mi bordado; por esto machaco una y otra vez sobre lo mismo. Sé que por ahí se puede colar otro retazo que me ayude a completar mi vida.

Igual que el tío, cuando el viento arrecia, dejo el parque y voy a mi casa. Ahora vivo por el barrio de Guadalupe. ¿Qué huella queda de mí en la banca? ¿Qué puede quedar si todo el día es un intenso movimiento como de terminal de autobuses? Uno se sienta y dos minutos después que se levanta llega otro. Por esto, las bancas del parque tienen barrotes entre espacios para que no guarden ninguna huella, ningún olor. Los pedos pasan y se extienden en el suelo y un minuto después nada queda. A veces pienso que tengo memoria de pedo. ¡Ah, si me fuese dado rescatar algo de esas casas donde viví!