lunes, 27 de febrero de 2012

LA RUTA DEL SABOR




Quienes viven lejos de sus pueblos de origen se enredan en la nostalgia. Se sientan frente a la ventana, miran las aves que juegan en el cielo y vuelan -junto a ellas, hurgando en su memoria- a los patios donde crecieron. La memoria hace el prodigio de revivir escenas infantiles y es un poco como si regresaran a la casa donde vivieron al lado de papá, mamá, abuelos y hermanos. A veces el recuerdo es tan vívido que oyen el viento que silba en medio de los árboles del sitio.
Por diversas circunstancias, hombres y mujeres deben abandonar los pueblos donde nacieron y se quedan a vivir en otros pueblos. La mayoría lo hace con nostalgia, con un inmenso deseo de regresar. No todos lo logran, muchos se desarraigan y no vuelven a sus querencias.
Cuando viví en Puebla, a todas horas recordaba Comitán. Recordaba sus calles, sus parques, sus nubes, mis parientes y mis amigos. Entraba al Internet y buscaba en páginas electrónicas comitecas el cordel de mi identidad. Las fotos y las noticias de lo que acontecía en mi pueblo alimentaban el vacío. Casi todo podía tenerlo en las manos de mi memoria. Sólo una cosa no logré asir en ese tiempo: la comida.
Al recordar algún dulce o guiso típico de mi pueblo me sentía miserable. ¿Cómo podía dar sustento al sentido del gusto si no tenía en las manos la esencia? ¡Ah, soñaba con los chinculguajes y con los panes compuestos! Al otro día tenía una sensación de gran vacío, en el espíritu y en el estómago. Recordaba, con igual sensación miserable, que cuando era estudiante de la UNAM mi mamá me enviaba con amigos una caja de cartón con butifarras, un queso doble crema, tostadas de manteca y un pomo con chile en vinagre. Esto era en mis años de estudiante. ¿Qué sucedía ahora, treinta años después? ¿Por qué no enviaba un mensaje por Internet y solicitaba a un amigo que hiciera un envío que tardaría no más de veinticuatro horas? Tal vez fue el puente de aire que no quise eliminar. Hubiese sido tan fácil, pero ello me habría entregado a Comitán completo en Puebla. Ahora entiendo que lo hice para que esa carencia me “obligara” a regresar a mi tierra.
El día que regresé a Comitán, ya a radicar de nuevo, bajé del carro y le dije a mi mamá que regresaba al rato, que iría a caminar. Mis pasos no dudaron: fueron directito al mercado Primero de Mayo. Ahí pedí un vaso de jocoatol (atol agrio) y, como si fuese el Papa Juan Pablo II, me hinqué y besé la tierra de maíz.
Quienes están lejos tienen todo de su tierra, ¡menos la comida! La carencia de los afectos se elimina a través del teléfono o de una “conversación” a través del facebook, pero ¿cómo Liévano Flores, artista comiteco, quien actualmente estudia un posgrado en percusiones, en Bélgica, tiene a su alcance un plato de “tzatz”, esos gusanos tan sabrosos que su papá le enseñó a comer? Tendrá que regresar a Comitán para disfrutarlos.
Para el comiteco que vive lejos de su pueblo le doy el siguiente consejo: Si querés regresar a tu pueblo ¡nunca permitás que alguien te mande una caja de cartón con quesos y tostadas! Dejá que tu corazón y tu panza te empujen a cruzar el puente. Mientras más añorés las tortillas con asiento, el chicharrón de hebra, la olla podrida, la chanfaina y las tabletas de manía, en esa medida tus pasos y tu espíritu te encaminarán a Comitán. Dejá que te gane la nostalgia por la comida. No hay sentido más fuerte que el del sabor para quien añora su tierra.