sábado, 25 de febrero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS PATIOS TIENEN FRACTURAS




Querida Mariana: el patio de la escuela era luminoso. A la hora del recreo se llenaba de alumnos que jugaban pelota, que saltaban la cuerda o que, en las bancas, comían tortas y bebían atole de granillo, en medio del griterío de todos, griterío de chachalacas lunáticas.
Los salones también eran divertidos. El maestro abría el libro y leía la fábula de la zorra y del cuervo. Nosotros imaginábamos los ojos de la zorra: ojos de búho libidinoso; imaginábamos el pico del cuervo: pico de tucán trepado en aro miserable.
Los maestros no eran divertidos. Algunos eran enojones. Si no aprendíamos la tabla del ocho, nos golpeaban las manos con una regla de madera. Nuestros ojos se llenaban de agua y ellos, insensibles, sentenciaban un castigo mayor si insistíamos en nuestra ignorancia.
Los compañeros eran divertidos y luminosos, con excepción de uno, el que ahora podemos llamar cabrón, porque en ese tiempo, nadie se atrevía a decirle algo.
Ir a la escuela era el asombro. A pesar de las clases aburridas; de los palmetazos de los maestros; de los sanitarios rebosando caca y orines; de la levantada temprano; de la cucharada de aceite de ricino; del vaso de avena espesa y babosa; de la bufanda alrededor del cuello; de los compañeros de banca que no podían evitar orinarse en sus pantalones y andaban con el tufo que nos desgraciaba toda nuestra mañana; de los charcos que se hacían en las mañanas lluviosas; de las tareas bobas de maestros que eran felices dejando planas y planas donde debíamos escribir del uno al mil, diez veces; de los homenajes a la bandera a pleno sol o en medio de la llovizna; de las visitas de los supervisores, donde los alumnos -nerviosísimos- debíamos permanecer en silencio en espera de una pregunta de Historia de México o de Geografía Universal; de la participación obligatoria en bailes de fin de curso donde debíamos usar caites que dañaban nuestros pies acostumbrados a los zapatos de cuero; de los castigos donde debíamos permanecer hincados sobre corcholatas a mitad del patio; y del fastidio de permanecer sentados tantas horas; a pesar de todo esto, ¡ir a la escuela era una fiesta! Sólo la presencia del cabrón manchaba esa sábana de luz.
Los salones eran divertidos, porque estaban llenos de mapas colgados en las paredes. Uno, mientras el maestro explicaba la regla de tres, podía viajar por África e imaginar que llegábamos a Túnez en barco, desembarcábamos y, de inmediato, una pléyade de esclavos negros, sudorosos, cargaba las maletas. Un hombre blanco, con barba hasta la mitad del pecho, con un casco forrado de tela color marfil (después sabríamos que era Inglés), se acercaba y nos decía que subiéramos al jeep. Desde el jeep, avanzando por la sabana, mirábamos en el lago una mancha rosa de flamencos que, como camisa sobre el tendedero, se extendía alarmada sobre el cielo en el momento en que un lince corría detrás de una gacela acezante y con mirada en busca de auxilio. Un auxilio que no llegaba nunca, porque nosotros, atados a los pupitres de madera, no podíamos ayudar al pobre animal de patas flacas cuando recibía la tarascada sobre su lomo y torcía su cabeza y todo su cuerpo. Ambos animales caían y levantaban una nube de polvo que hacía más espeso el calor. Nos limpiábamos el sudor de la frente que bajaba hasta nuestros ojos y se confundía con nuestras lágrimas al ver brotar la mancha roja sobre el terciopelo de la gacela. Nos mirábamos, desde nuestros pupitres, y mirábamos nuestras caritas tristes, mientras el maestro, insensible ante la tragedia que sucedía en África, con su voz de motor atorado, continuaba explicando, sobre la pizarra negra, con gis blanco, la regla de tres. Ay, Mariana, hasta la fecha medio mundo se pregunta para qué jodidos sirve la regla de tres.
El patio de la escuela era luminoso. A veces organizaban kermeses y las madres de familia adornaban las mesas de madera con papel de china y, en recipientes de palma tejida, vendían chinculguajes, tacos dorados con papa, agua de chía que servían en vasos de cristal y laurelitos (que son esos dulces tan sabrosos, hechos con pasta de hojaldre, manjar y una pasa en el centro). Era luminoso, porque, a veces, llegaban los marimberos y la marimba bailaba como jolote a punto de pelechar. Un día Gustavo Díaz Ordaz, presidente de la república, llegó a la escuela y todo fue como un delirio de festones, gritos y matracas. La marimba, niña mía, nos recordaba que nuestros cordeles están trenzados con su plam plam plam plam de cuatro por cuatro.
Los maestros no eran divertidos, pero eran quienes tenían el faro que debíamos seguir para no errar el camino, porque nuestros papás nos advertían a todas horas que si no poníamos atención en clase nos quedaríamos como burros y nosotros no queríamos ser burros (yo tampoco quería ser gacela, ni lince. A mí me gustaban las aves que pasaban volando frente a las ventanas del salón. Yo soportaba la escuela porque, pensaba, los maestros podían hacer el prodigio de darme alas para ser uno de esos loros que pasaban en bandada, con su alharaca de campana de bronce). La presencia de los maestros era como la medicina contra la tos: amarga pero necesaria. Pero el pinche cabrón ¿qué papel jugaba en nuestra vida? Si hubiésemos hecho un ejercicio democrático y realizado un referéndum, el noventa y tantos por ciento del salón habría votado a favor de botar al cabrón. Porque, querida Mariana, el cabrón era el muchachito que se encargaba de molestar a los niños de cristal, a los de agua pura, a los renuevos y éstos éramos mayoría. Él (¿quién sabe por qué?), era feliz jodiendo a los demás, era como el cacique de nuestra región donde la luz se inclinaba afectuosa. La mayoría de alumnos era inocente. La inocencia estaba posada en todas las ramas de nuestras caritas. El cabrón nos esperaba en la esquina, nos cogía de la solapa de la camisa con ambas manos y decía: “Dame un peso, si no te madreo”. Nosotros, cenzontles espantados, con la carga de la mochila sobre la espalda, buscábamos en la bolsa del pantalón el gasto que nos había dado nuestra mamá y lo ofrecíamos a nuestro verdugo. Así todos los días. El cabrón era más pesado que la mochila y lo debíamos cargar todas las mañanas al ir a la escuela. El cabrón hacía que, a veces, no quisiéramos ir a la escuela. ¡Nos daba miedo, el cabrón!
En las noches, despertábamos llenos de sudor. Recordábamos el sueño y sabíamos que el cabrón había hecho de las suyas porque era el demonio que nos atizaba, con leños ardientes. Yo, Mariana mía, llegué a odiar la escuela, por el cabrón.
Pero Dios es generoso y una mañana me colgó en su columpio. Sucede que mi papá y yo salimos de casa, en sábado. Fuimos a la casa de mi tía Juanita, en el barrio de La Pila. En una esquina miré al cabrón y él me miró. Dios, entonces, con su infinita sabiduría, hizo que yo, sin saber por qué levantara mi mano y la dirigiera hacia donde el cabrón estaba recargado en el poste. Mi papá miró hacia el lugar y el cabrón vio todos estos movimientos y entonces corrió. Dios mío, corrió como si fuese una ardilla perseguida por un iguanodonte. ¿Qué había visto? Ahora que lo pienso creo que vio la furia de Aquiles o de Zeus, porque el lunes cuando pasé junto a él, temblando, con mi mano agarrando mi gasto, ya dispuesto a dárselo, él me vio, bajó la vista y nada dijo. ¡Supe, Mariana de todas mis ventanas, que lo había vencido! Me había bastado, como Moisés, mantener levantados los brazos para cancelar su rabia.
¿Tenía tanta suerte? A la mañana siguiente pasé junto a él, muy cerca, bajó la vista. ¡Lo había vencido! Al padre putativo del bullying lo había cancelado. Desde entonces, la escuela retomó la cara de tenocté que había tenido desde siempre, hasta antes de que el cabrón llegara y comenzara a fastidiarnos.
Cuando me enteré que la Secretaría de Educación había implementado una campaña en contra del bullying, para acabar con las maldades de los cabrones ¡me dio mucho gusto! Sé -y vos también lo sabés, y lo sabe medio mundo- que el cabrón, cuando crece, sigue fastidiando. Lo he visto no respetar la fila en el banco o en la caja del súper; lo he visto (ya de maestro) jodiendo a sus alumnos; lo he visto madreando a sus hijos o a su mujer.
Pd. Ahora, la Paty juega a querer aplicarme el bullying. Rosario Castellanos escribió: “…el llanto es en mí un mecanismo descompuesto y no lloro en la cámara mortuoria ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe. Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo el último recibo del último impuesto predial”. En mí sucede algo similar. Lloro cuando veo en la televisión a una mujer, que no conozco, ganar un carro en un programa de concursos; lloro cuando el actor que gana el Óscar da su discurso de agradecimiento y lloro, lloro mucho, cuando releo la parte de El Quijote donde muere; y lloro, lloro mucho, cuando hay una escena triste en la película que veo. La Paty me ve llorando y me dice: “Pero no llorés”, lo dice en tono de burla. Pero yo no puedo evitar que mi cara se llene de lágrimas y sea como esos chorros que hay en La Pila. Es una manera de botar flatos. Ya aprendí, niña bonita, ya aprendí. Levanto los brazos, como Moisés, y sé que mientras los mantenga levantados mi pueblo pasará a salvo por en medio del mar.
Cuando río, lloro mucho. Seguido, en la oficina, llegan amigos y me cuentan “caballadas” y yo las disfruto, tanto, que lloro. Octavio Paz escribió, en su clásico poema “Piedra de Sol”: “Un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea…”. Marianita, hacé de cuenta que mi cara se convierte en ese alto surtidor y mis ojos se arquean ante el río que, divertido, les brota como si fueran cascadas moviendo una turbina. Paty -y ahora también la Charito- me dice: “Pero no llorés”. Ahora ya no dejo que me jodan la vida, levanto los brazos y, como Moisés, abro el mar y mi pueblo pasa, se salva y los patios ¡vuelven a ser luminosos!