lunes, 6 de febrero de 2012

LA CUERDA DE UN SNOB


Me quedé con la pausa entre las manos, como si la pausa fuera ese territorio donde las mujeres descuelgan la noche. María llamó por teléfono y me dijo: "Murió Szymborska". Sí, ya lo sé, pensé. Ahora en este mundo "googleado" todo se sabe. Todo, menos lo que pasa en el corazón del que despacha en la tienda o en el espíritu de la que hace tortillas a mano.

Me quedé con el río en espera del agua. María y yo leímos a Szymborska al otro día que le concedieron el Nobel. No recuerdo qué hizo María, pero a la mañana siguiente llegó con un juego de fotocopias con versos de la escritora.

María siempre supo que yo era un snob y en cuanto conocía el nombre del ganador del Nobel de Literatura comenzaba a buscar sus libros.

Me quedé con los gajos de la naranja entre los labios, como ahora me quedo con el nombre de María entre los dedos. Porque María no se llama María. Si ahora la llamo así es porque no deseo escribir su verdadero nombre. No sé, ahora que lea este texto, qué vaya a pensar por haberla rebautizado con un nombre tan común. Porque ella y yo siempre jugamos a nombrarnos con nombres inéditos, con nombres que sólo reconocen los amados. Esos nombres eran (qué difícil resulta pepenar hojas secas) señales, eran guiños.

Lourdes (por si el nombre de María no le gusta, propongo llamarla Lourdes a partir de esta línea y hasta que el cordel alcance) me acompañaba todos los días a comprar el periódico "La Jornada", y, a partir de las seis de la tarde (ya se sabe que en Comitán el periódico llega con un día de retraso), cada uno en su casa, leía la sección cultural y a la mañana siguiente comentábamos las noticias. Así fue que una mañana de mil novecientos noventa y tantos, Lourdes entró a mi oficina y, cuando yo le dije que Szymborska había obtenido el Nobel, ella abrió su mochila y sacó el bonche de copias dobles con poemas de la escritora. Y la leímos y dijimos que era una gran poeta y soñamos con las puertas del destino y abrimos la ventana y vimos cómo también el cielo de Comitán coincidía con nosotros y con las palabras de la poeta. Ella (María-Lourdes-Azucena), con su memoria prodigiosa, se aprendió dos poemas de memoria y cuando el día estaba nublado me pedía que cerrara los ojos, que pusiera mis manos detrás de mi cuello y que la oyera. Ella juntaba su silla a la mía y, de memoria, siempre de memoria, me recitaba uno de los poemas, con su voz de libro sobre el estante más alto.

Y ahora, ahora que no sé en dónde vive (porque no ha querido decirme y porque su número de teléfono siempre se revela como "número privado" en mi identificador de llamadas), ella sigue agarrada de ese hilo tan delgado que un día nos encuachó. "Murió Szymborska", dijo y su voz tenía un desplome de agua, como de lluvia en tarde sobre un río. Yo, ya lo dije, me quedé con la pausa entre las manos, y ella no espero a que yo dijera algo y colgó. Colgó porque nuestro hilo es muy delgado y, sin embargo, sigue soportando el puente de palabras que algún día construimos, mañana a mañana, tarde a tarde, noche a noche.

Murió Szymborska, un poco como decir: los poetas también son humanos y mueren. Lo único que sobrevive es la palabra, ave que vuela muy alto. Murió Szymborska, un poco como decir: aún recuerdo nuestro laberinto. Lamenté que hubiese colgado tan pronto. Hubiese deseado, a manera de reconocimiento a la poeta, oír un verso, al menos un verso, que dictara de memoria. Yo habría cerrado los ojos y colocado mis manos sobre mi corazón que es donde ahora tengo el cuello que, cuando la sueña, piensa en María-Lourdes-Azucena-Rocío. Digo esta cadena de nombres para no decir su verdadero nombre, para no enredarme en la trampa.