sábado, 14 de abril de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO DOMINGO PUEDE SER DE RESURRECCIÓN




Querida Mariana: un camino siempre lleva a otro. Digo esto porque yo andaba “viajando” por París, cuando Paty me envió al mercado Primero de Mayo, a comprar carne para sus tortugas. ¿Carne? ¡Sí, carne! No sé si en el mundo existe gente que alimente a tortugas con carne de res, pero Paty tiene tortugas carnívoras (si de esto se entera la Asociación Protectora de Animales, no sé que diría). Esto fue a las ocho de la mañana del Domingo de Resurrección. Días antes, el Martes Santo, Malena hizo favor de traerme, desde Tuxtla, los ejemplares de mi novelilla “Yo también me llamo Vincent”. Con una tijera corté la cinta, abrí la caja y saqué un ejemplar. ¡Ah, olor a libro nuevo! En la contraportada leí lo que los editores escribieron de mi obra: “…al más puro estilo Vila-Matas, en este volumen se entrecruzan la metanovela…”. ¿El estilo Vila-Matas está inmerso en mi novelilla? ¿Escribo metanovelas? ¡Uf! Yo pensé que escribía al más puro estilo Molinari y que escribía cosas sencillas y no complejas como eso de ¡metanovela!
Y digo que el domingo “viajaba” por París, porque, desde el sábado, andaba metido en el libro de Ernest Hemingway: “París era una fiesta”. Buscando a Vila-Matas me topé con Hemingway, te digo que un camino siempre lleva a otro. Por ejemplo, ese domingo, a la hora de ir por el camino que me llevaba directo a la carne de las tortugas, me topé con el camino donde se escribió la historia de Diego, el loro perdido y hallado en la copa de un árbol. ¡Ah, si hubieras estado conmigo, habrías gozado ese instante, de la misma forma que lo gozó la veintena de turistas y comitecos que andaba por donde está la fuente, frente a Santo Domingo!
Sé que Vila-Matas es un famoso escritor español, pero nunca lo he leído. Si los redactores del texto de contraportada dicen que mi novelilla tiene el “más puro estilo Vila-Matas”, pensé: ¡debo leerlo! Entré a Google y teclee su nombre: ¡miles de referencias! Entré a una, donde, de principio dice que: “está considerado actualmente como una de las voces narrativas más interesantes del panorama editorial español.” ¡Ahí me topé con Ernest!
¿Lo mío es una metanovela? ¿Un texto donde, desde la literatura, se aborda el proceso de creación de la literatura? ¡Dios mío, esto es como enterarse de que hay tortugas que comen carne! ¡O toparse de pronto con un grupo de personas que mira hacia arriba, hacia la copa del árbol, porque ahí está un loro que se llama Diego!
¿Qué comen los loros, querida mía? Paty tuvo un loro que se llamó Paco y, hasta donde recuerdo, comía pedazos de elote hervido.
Los loros son maravillosos, por su capacidad de “hablar”. El loro de Paty (Paco1) no era tan hablantín como el loro de Sonia (Paco2). Tal vez Paco1 era como yo y contaba historias sencillas; a diferencia de Paco2 que cuenta historias supremas, un poco al estilo Vila-Matas. Es tan hablantín el Paco2 y pepena tantas palabras que una vez comenzó a decir majaderías. Esto era inexplicable porque siempre había sido un loro educado. La razón fue que, en la casa vecina, un grupo de albañiles trabajaba, de siete de la mañana a las cuatro de la tarde. ¡Ah, tiempo suficiente para recibir un curso intensivo de leperadas! Cuando Sonia descubrió el motivo del cambio de vocabulario de Paco2 fue a hablar con el maestro albañil, le explicó y, con una sonrisa de poza de Uninajab, le pidió al maestro que, por favor, exigiera a sus chalanes no volvieran a gritar majaderías. El maestro, apenado, dijo: “Sí, maestrita, esto no se volverá a repetir”, y a grito pelado, dio la orden de inmediato: “A ver ustedes, hijos de la chingada, hagan favor de no estar gritando pendejadas, porque el cabrón loro de la maestrita se está volviendo un pinche malcriado”.
“Diego” es un loro decente, hasta donde alcancé a oír ¡nunca dijo una malcriadeza! Te cuento: yo caminaba con rumbo al mercado cuando, al bajar las gradas del parque, vi a un grupo de personas que miraba para arriba. Me uní al grupo de mirones y oí al loro, que estaba en un árbol. Nunca logré descifrar lo que el loro decía, pero una señora aseguraba que a cada rato decía su nombre: ¡Diego! “Es de casa”, dijo un muchacho con peinado punk. “Sí, quién sabe cómo llegó hasta este árbol”, agregó una muchacha bonita. Yo trataba de ubicar al loro, pero entre tanto verde no lo distinguí. Alejandra González Pulido y su hijita se acercaron a saludarme. “Años de no verte”, me dijo y yo dije que sí, añísimos. Nos dimos un abrazo, con afecto. No dijimos más. Tratamos de ubicar al loro que hablaba y hablaba, mientras un hombre, vestido con traje de manta, se quitó los zapatos y comenzó a subir por el tronco. Alejandra dijo que el tipo agarraría al loro, le quitaría las alas y luego lo vendería. Un turista, con acento de yucateco, también molesto, dijo que era una pena que la policía no impidiera eso. El grupo de policías (de vialidad), igual que las demás personas, miraba la acción y trataba de ubicar a Diego, que en ese momento ya era la atracción principal del parque. Algunos automovilistas se paraban y preguntaban qué sucedía. Cuando el hombre de manta llegó casi a la punta del árbol cortó una rama y con ella trató de ubicar al loro. En este instante, el turista yucateco insistía en que alguien debía impedir eso, que ese tipo no tenía derecho a apropiarse del loro. Yo pensé en la posibilidad de que el hombre, al intentar subir a la punta, donde, sin duda, estaba el loro, se cayera y todo se volviera una tragedia. La gente, de pronto, se puso de lado del débil y comenzó a gritar: “Vuela, Diego, Vuela”, mientras el hombre de manta continuaba en su intento de atrapar al loro. Un paisano dijo: “Volá, Diego, volá, no te dejés atrapar por el garrobo”. La hijita de Alejandra se unió: “¡Vuela, Dieguito, vuela!”. El hombre ya estaba a punto de alcanzar la punta. Los dos amigos del hombre que habían quedado abajo le gritaban: “Agárralo con tu camisa”. Yo pensaba en la caída del hombre. El turista, tal vez, rumiaba lo absurdo de la historia. Alejandra gritó: “Huye, Diego, huye”. Entonces el parque tomó un color de oro que me deslumbró y escuché algo como una ola gigantesca. Yo, volteé para todos lados y vi a la gente gritar, brincar, aplaudir y señalar el cielo: ¡Diego había volado! Fue como si un inocente, condenado a muerte, a última hora, le salieran alas y volara, volara, muy lejos. Alejandra reía y aplaudía como tal vez nunca lo hizo. Su hija hacía lo mismo, todos los demás hacían lo mismo, celebrando que el hombre garrobo no hubiese logrado el objetivo de apresarlo. Diego ¡volaba, volaba ya lejos!, lejos de las manos de celda. Dios mío, volaba lejos, tal vez, en dirección contraria a su hogar. Yo, ya me conocés, tenía mis ojos llenos de agua, emocionado. El turista miró la copa del árbol y gritó: “¡A ver, a ver, platica con Diego!”, con acento de yucateco. Se lo decía al hombre de manta que, imagino, tardaba en bajar para que no se le notara el enojo y la frustración. “¡Qué bueno que Diego se salvó!”, dijo Alejandra, quien radica en Tuxtla y vino a su pueblo, de vacaciones de Semana Santa. El hombre de manta ya bajaba. Yo di gracias a Dios porque la historia había terminado bien. El hombre no se cayó, el loro voló y Dios, sin duda, ¡resucitó ese domingo!
No sé, Marianita bonita, si Diego regresó a su casa. ¿De dónde salió? Tal vez fue un descuido, tal vez sus dueños fueron a Uninajab de vacaciones y dejaron sin seguro la jaula y Diego se sintió solo, voló y llegó hasta ese pino del parque central y comenzó a platicar con el cielo. Alguien lo vio, señaló hacia la copa del árbol y la gente comenzó a reunirse y a mirar hacia arriba, como cuando alguien señala con un dedo y dice que aquello que se mueve no es un globo metálico y todos desean que sea un ovni.
Me duele pensar que Diego se haya extraviado y nunca vuelva a su casa. ¿Con quién platicará ahora? Dios mío, si el loro hubiese sido mío, yo oraría por su regreso, sin importar que volviera diciendo majaderías como el Paco2. Cuando los hijos vuelven agradecemos la luz del reencuentro, aunque ellos regresen con peinados punk o con piercing en la oreja o en el labio.
Ahora pienso que el turista yucateco tenía razón: la policía debió impedir que el hombre subiera al árbol, que asustara a Diego. La policía, o tal vez todos los que ahí estábamos viendo, debimos dar aviso a las estaciones de radio para que los locutores en turno dijeran que Diego estaba arriba del árbol, frente al Salón Lino Morales, del templo. Tal vez su dueña, de inmediato, iría al parque y, con un pedazo de elote hervido, llamaría a Diego: “Diego, Dieguito, muchacho bonito, acá está tu mamita”, y Diego respondería y, con cuidado, caminaría sobre una rama delgada y llegaría al extremo para que su mamita lo viera. Entonces todos podríamos ver a Diego, con sus colores verdes y la raya roja (o amarilla) de su cabeza que es como la cinta que usan los apaches.
Diego es un loro al más puro estilo Vila-Matas, ¡platicador de lujo! Es una pena que se haya espantado. Tal vez fue a dar a un patio donde aprenderá las majaderías que suelen decir los teporochos o las suripantas. ¡Dios mío! Los loros que no son de casa están acostumbrados a dormir en los árboles, no tienen empacho en empaparse con la lluvia, pero ¿Diego?
Yo estaba leyendo a Hemingway, estaba en la sala, llena de cuadros de Monet y de Picasso, del departamento de Gertrude Stein y Paty me sacó de ahí y me mandó a comprar carne para las torgugas. Yo, con paso de tortuga, gocé el trayecto, hasta que me topé con un grupo de personas que buscaba a Diego en la copa del árbol.
Regresé y, para no pensar más, “dejé” el Comitán de Diego y volví al París de Hemingway, al París de Monet, al París de todos los que aman a París, sólo para corroborar que todo camino siempre lleva a otro.

Pd: mi novelilla: “Yo también me llamo Vincent” es una ficción donde se cuenta la historia de un escritor que contrata a personas para que “actúen” como personajes de sus novelas. Su novela más reciente habla de Vincent Van Gogh. Para lograr la verosimilitud del personaje, quien “actúa” en el papel de Vincent se suicida, tal como sucedió con el famoso pintor. ¡Esta es la historia sencilla que cuento! ¡No más! Bueno, sí, algo más, todo sucede en nuestro pueblo: ¡Comitán! Y en Auvers, y en San Cristóbal de Las Casas y en un pueblo llamado Asunción. ¡Todo es ficción!
¿Metanovela? ¿Vila-Matas? ¡No creo, yo soy un escritor sencillo! Soy como Paco1 o como Diego. Por esto es que ahora, Marianita de mi corazón, me duele no saber en dónde está Dieguito. Es cierto ¡huyó del hombre de manta!, pero el mundo está lleno de hombres que atrapan a loros en redes de pescar y les quitan sus alas y los venden como niños adoptados, sin pensar en el vacío que dejan en sus casas de origen.