lunes, 23 de abril de 2012

PARA BORDAR EL PISO




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como el tubo de agua, y mujeres que son como cinta para detener el cabello.
La mujer cinta es como la luz que emerge cuando una niña besa a un pajarito. Tiene el ímpetu de la arena al recibir la ola, la desidia de la cuerda de guitarra al sonar un blues, la alegría de la mano cuando saluda, el roce del barquito de papel sobre la corriente.
Sueña con casarse de blanco, pero no con un vestido blanco, sino con el blanco de la hoja de diario, con el blanco de la luz que se cuela por la tarde, con el blanco del escenario donde se monta una obra de teatro, con el blanco del humo del primer cigarro.
Abre la ventana para que se cuelen los bordados que hila la sonrisa; cierra la puerta a todo brillo de nostalgia; entreabre la mirada para que desciendan los ángeles y entrecierra el misterio para que se ahogue en su secreto.
Es como el pespunte de la lluvia sobre la calle, como la ventanilla del carro sobre el bulevar, como el espejo del que toma café a medianoche, como el vaho que empaña la tarde, como la escalera que no conduce a alguna parte.
Está hecha de hojas secas del otoño, de cabellos anudados a los zapatos y del fuelle de acordeones que suenan debajo de los puentes.
La mujer cinta se enreda en los cabellos, en el viento y en los ladrillos a la hora que construyen los cuartos de hotel. A veces se pierde en las alcantarillas o en los desagües o en las líneas de agua que resbalan en los cristales. Tiene todos los colores del mundo, pero ella, en lo íntimo, prefiere el color azucena o el color agua o el color tierra.
Posee el brillo de la palabra “hilo”. ¿Acaso no con hilo se borda el contorno de la luna y de la cama donde los amantes tejen sus sueños? Está acostumbrada a esperar. Espera posada en un telar de cintura o en un telar de nube.
No soporta la oscuridad. Le teme al grito que sale del cuarto cerrado, de ese cuarto donde duermen los sapos que son hijos de la cuerda del ahorcado.
A veces sueña con prender relojes sobre el cielo o con dormir en los andenes donde caminan los viajeros. Tiene la misma consistencia del humo de los trenes, de los alambres donde juegan los pajaritos; está hecha con la misma sustancia con que los viejos recuerdan su infancia, con la misma loseta con que está tapizado el suelo que pisan los jóvenes. Cuando juega lo hace como si todo fuese una cámara de cine, como si todo fuese un elevador, como si todo fuese un abrazo del hombre.
A veces mira a su amado de frente y tiene el deseo de levitar sobre sus pasos, de tocar el corazón de sus pasiones, de cerrar los ojos de sus mariposas en el estómago.
Cuenta uno, dos, tres, cuatro. Cuenta cuatro, tres, dos, uno. Cuenta las cuentas con que el tacto reproduce las caricias de aquellos que no saben contar. Porque dicen, los que saben, que para contar no hay necesidad de tambores y de bongós, basta con un palillo en medio de la pradera y de un abismo sobre la grieta de la voz.
A veces camina sobre las calles de San Cristóbal de Las Casas y pepena la lana de las aves negras que balan en la cuerda de la niebla, y se pone a cardar, a cantar, a andar, a dar.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la dobleú de Wenceslao, y mujeres que son como la erre de la rata Ramona.