lunes, 16 de abril de 2012

EL COLOR NATURAL DE LOS OJOS




A veces divido el mundo en dos: ayer lo dividí en mujeres que son como cabellos de color azul, y mujeres que son como cabellos sin teñir.
La mujer sin teñir es como el ojo que no parpadea, como una niña que se esconde dentro de una caja de cartón; come dulces como si el mundo fuera un corazón de paredes invisibles. Brinca la cuerda con los pies descalzos, con los pies envueltos en fuego.
Es una mujer que acepta la edad de la estrella; no riñe con los rinocerontes que le aúllan a la luna. Adora las hendijas por donde siempre se cuelan los rayos de luz, los rayos que buscan los pisos para dormir y soñar. Por esto, la mujer sin teñir vuela por todos los cielos ignorando las ollas donde, en Oaxaca, meten la hilaza para grafitearla con rojo añil, con amarillo cáscara de granada.
Ella descuelga todos los vestidos que el viento pone a secar; todos los papalotes que bailan en las tardes de junio. Es como un pez que no necesita el agua, que se escapa de las peceras donde los rascacielos juegan con la panza de la nube mayor, la que es vecina de la Osa Menor.
Sus pies tienen la ilusión de las calles que nunca han sido remodeladas, pero que conservan el corazón de todas las huellas (por esto es difícil hallarla en Tuxtla Gutiérrez). Su corazón no necesita anuncios con neón, ni platos con sopa de chopsuey, le basta con embarrarse un poco de pozol, o una miga de “suspiros” de Chiapa de Corzo.
La mujer sin teñir mira cine, se pone audífonos para entrar al Metro, toca la guitarra que un japonés lleva siempre colgada al pecho (aunque los críticos dicen que es cámara fotográfica), por esto sus ojos tienen las mejores imágenes musicales.
Camina como si fuera la chica de Ipanema, como si en su entrepierna un sapo bailara bosa-nova. Tiene los ojos como almendras, como comida de gato huevón, de esos gatos que siempre están tirados con la panza mirando el cielo.
No todo es como una luz de escenario. Hay tardes en que siente una nostalgia de Sena sin agua, de París sin torre, de Tuxtla Gutiérrez sin calor de treinta y dos. En esas tardes se compra un helado de coca y tira la cola. Tira la cola, con la misma facilidad, con que la serpiente se encuera y deja su piel colgada en la parte más alta del hueco más profundo.
Descuelga los rayos de la luna y con ellos construye un piano (también de cola, que luego aventará en cualquier antro). En noches así, ella toca la flauta de su amado y cree que el color azul de su pasión no debe modificar el color original de la teoría de Einstein y sube a un tren y dice que el tiempo del que viaja es diferente y morado, con respecto del que se queda en el andén.
Timbal es su corazón, saxofón su vientre y viola su entrepierna. Todos los conciertos de su vida son blancos, porque blanca su alma, porque blanco el micrófono donde vomita sus penas, porque blanca la tela donde Dios enjuga sus sonrisas y sus frustraciones.
La mujer sin teñir tiene el cabello del mismo color de la cinta donde los pájaros enredan sus vuelos; del mismo color de la línea donde el desesperado ahorca su vida.
Ella “desantorcha” las “enredas” y baila como si una pulga contara cuentos entre sus sillas. Sabe que no hay ventana más luminosa que la ventana por donde un brazo carga el color del arco iris. Cuando está al lado de su amado le pregunta, con mirada de silla vacía: “Mi vida: ¿es auténtico el color de tu tristeza?” y, entonces, sube a una silla y juega a que Tarzán busca a Jane.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como columnas blancas, y mujeres que blanquean sus columpios.