lunes, 2 de abril de 2012

PARA ALIMENTAR LA FICCIÓN (Primera de dos partes)





El viernes 30 de marzo participé en el Foro “Mi gusto por la lectura”, en La Trinitaria. Acudí a invitación de las autoridades del CECyT 08. Comparto con mis lectores el textillo que leí:

Ustedes no lo saben, pero existe un pueblo que se llama La Trinitaria; un pueblo que antes se llamó Zapaluta. En ese pueblo hay gente que no le gusta el nombre anterior y ¡esto es una pena! Es una pena porque el nombre de Trinitaria es un nombre común en el mundo, en cambio, el nombre de Zapaluta ¡es único en todo el universo!
Ese pueblo es pequeño, algunos dicen que es un pueblo triste, porque en sus tardes algo como una niebla de nostalgia cubre el parque y las frondas de los árboles. Yo conozco ese pueblo. ¡He estado ahí!, y digo que es un pueblo maravilloso. Un pueblo donde el tiempo camina sin prisa.
En las grandes ciudades el tiempo se ha convertido en un gran maratonista. Todo mundo anda con prisas y no tiene tiempo para ver el cielo estrellado a esa hora de la madrugada. Uno podría pensar ¿entonces para qué se levantan tan temprano?
Bueno, a veces, en las grandes ciudades no es posible mirar el cielo porque está cubierto por una nata de smog.
Los hombres de las grandes ciudades, al contrario de quienes habitan en pueblos pequeños, no disfrutan de lo más elemental y sencillo de la vida. A los citadinos se les va la vida en perseguir la vida y cuando la alcanzan ¡la vida ya se les fue!
En los pueblos pequeños, el tiempo da para todo. En ese pueblo que se llama La Trinitaria, la gente tiene tiempo para sentarse en el patio, mirar las flores, darle de comer a los pajaritos; tiene tiempo para subirse a un caballo y cabalgar por los bosques llenos de pinos.
La Trinitaria no es Tuxtla Gutiérrez, no es París, no es Las Vegas, no es el Distrito Federal. Por fortuna, La Trinitaria es un pueblo único, maravilloso. Dichosos los niños, jóvenes y adultos que viven en ese pueblo, porque tienen tiempo suficiente para vivir.
A veces, en los pueblos pequeños el tiempo es tan largo que la gente no sabe qué hacer con él y corre el riesgo de aburrirse, aburrirse de la misma forma que se aburren los hombres de las grandes ciudades. ¡Dios mío, la aburrición es la plaga de los siglos! Pero, ¿por qué se aburre la gente? No sé, porque yo, se los juro, nunca me he aburrido en mi vida. Jamás.
Déjenme que les cuente por qué no me aburro. No me aburro porque siempre estoy realizando una actividad.
Una mañana, cuando era niño, descubrí que el aburrimiento quería entrar a mi casa, a mi cuerpo.
Esa mañana cuando el aburrimiento se sentó a mi lado y quiso ser mi amigo yo miré que no era buena compañía. No me gustó su cara, no me gustó su gesto, no me gustaron sus modales, su modo de sentarse, su modo de hacer nada. Así que decidí, en ese momento, nunca ser su amigo. Pero, ¿qué debía hacer entonces para no aburrirme?
Quienes, de niños, tienen amigos o hermanos nunca se aburren. Juegan mil juegos. Yo soy hijo único, mis papás no me dejaban salir de casa, así que no tenía manera de jugar los mil juegos que jugaban afuera, en la calle: canicas, obliga, fútbol, escondidas, yoyo, trompo o carritos. Tenía unos compañeros en la escuela que me contaban que en las tardes se juntaban a jugar circo. ¿Circo?, preguntaba yo. Sí, me decían. Uno era el trapecista, otro era un payaso que contaba chistes, había otro que hacía trucos de magia y uno más había entrenado a su perrita que brincaba sobre una valla y cruzaba por en medio de un aro lleno de fuego. ¡Dios mío, qué maravilla!, yo imaginaba esas escenas y me emocionaba. Los compañeros de la escuela cobraban cincuenta centavos la entrada. Todas las tardes, los vecinos del barrio llegaban, se sentaban en sillas de madera y esperaban que el maestro de ceremonias anunciara: “Los artistas del circo “La Ardilla” les dan la bienvenida. Disfruten la función”. María, hermanita de uno de mis compañeros de escuela, la niña más bonita del pueblo, salía al centro del patio, con los brazos en el pecho, abría los brazos y todos los espectadores miraban cómo saltaba una ardilla. Por esto, el circo se llamaba así. Pero como yo era hijo único, cuidadito y mis papás no me daban permiso para salir, no podía acudir a ver la función de teatro.
Como vivía en una casa enorme, el aburrimiento me jalaba y me invitaba a ser su amigo. Yo me resistía. ¿Qué hacer para no aburrirme? Le pregunté a mi mamá y ella me dijo: ¡Lee un libro!, y me llevó a su recámara y me dio un libro.
“¿Qué -dijo Sara, la sirvienta de la casa- estás loco? Los libros son aburridísimos”. Dios mío, yo creía en todo lo que me decía Sara. Así que me sentí muy mal, pues, en intento de huir del aburrimiento, me había hecho su cómplice y había puesto el mal sobre mis manos. Tiré el libro. Cuando le conté a mi mamá lo que Sara me había dicho, mi mamá dijo que eso no era cierto y entonces me leyó la primera página del primer libro que leí y que ahora comparto unas líneas con ustedes, porque casi casi estoy seguro que lo han leído: El Principito, de Antoine de Saint Exupèry