sábado, 19 de mayo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO ESTÁ A LA VUELTA DE LA ESQUINA




Querida Mariana: el ayer está a la vuelta de la esquina. En cambio, el futuro está tan lejos como Comitán está lejos del mar. Nadie puede hablar del futuro en tiempo pasado, nadie puede hacer la travesura de modificar la linealidad del lenguaje y la linealidad del tiempo. Se escucharía raro si dijera: “mañana fui a verte”. Y digo esto porque he pasado muchos años de mi vida escondiendo objetos, ocultando sentimientos, ayer y hoy.
Por fortuna, la escritura permite que miremos atrás como si fuera apenas ayer, apenas hoy. Somos niños, de los años sesenta, y Comitán es apenas una semilla. Salimos de la casa y corremos para ir a comprar revistas de monitos en “La Proveedora Cultural”, que está ubicada en la manzana frente al templo de Santo Domingo. En La Proveedora venden unas libretas grandes de portada roja que usan los contadores; venden cartulinas donde dibujamos el mapa de Chiapas; venden figuritas con las que intentamos llenar los álbumes, si los llenamos don Rami nos dará un premio a cambio, que a veces es una máscara de Blue Demon o una pelota roja; venden libros y revistas. A nosotros nos gusta comprar “Memín Pingüín” y “Tawa”, también compramos “Los Súper sabios”.
Querida Mariana, algo sucede en nuestra conciencia cuando nos damos cuenta que nos pasamos la vida escondiendo objetos.
Somos niños, de los años sesenta, y Comitán es apenas una flor que se abre al sol. Llegamos al parque central, siempre rodeado por los portales, con sus pilares de madera y sus tienditas donde venden “jocotío” verde con polvojuan. Sonreímos, somos felices, chupamos el papel de estraza donde queda el juguito del jocotío, pero lo hacemos con cierto resabio, porque nuestras mamás nos han dicho que no comamos jocote verde, porque luego nos dolerá la panza. Por esto, cuando llegamos a la casa “escondemos” la historia de los jocotes. Nada decimos.
No nos damos cuenta, pero desde pequeños escondemos una piedra que se llama Verdad. Y lo hacemos porque los adultos no nos entienden. “No se junten con gente del mercado”, advierten nuestras mamás, pero todos nosotros somos amigos de Manuel, que es hijo del carnicero. Somos amigos de él, porque, a pesar de que es cinco años más grande que nosotros, él nos lleva el “polvito” de chicharrón que tanto nos gusta y luego, me da pena decirlo, lleva a la escuela revistas “para adultos”, y nosotros, nerviosos, sudorosos, las vemos escondidos en el tapanco.
Somos niños de los años sesenta. Comitán apenas es una línea en el universo. Nos sentamos en la escalera del parque, donde está la fuente con el relieve del león que ahora está en El Tanque de los Caballos. Nos encanta estar ahí, porque la gente que baja no puede hacerlo con libertad, las señoras se enojan, nos pegan en la cabeza con sus bolsos mientras alzan sus piernas como aves zancudas. Nosotros reímos.
Manuel llega, con un caderazo se hace un lugar. Chancea y dos segundos después se levanta la camisa. En la cintura tiene una de las revistas que acostumbra leer. La víbora del nerviosismo se regodea en nuestros cuerpos, como araña sobre hamaca va de los pies a la cabeza y se detiene, no sabemos por qué, en la parte central de nuestra columna. Ahí se enreda con más ganas y nos hace voltear a todas partes. ¡Nos morimos si alguien nos ve! Nuestros papás están en la casa, pero pueden salir a la calle y bajar por donde nosotros estamos. ¡Dios mío!, imploramos, que nadie nos cache. Manuel ríe, sus dientes son un teclado de marimba, amarillos por la nicotina del cigarro que fuma.
Mientras los demás miran la revista; mientras los demás sueltan una risa nerviosa, yo pienso: lo que hacemos es pecado. ¡Dios mío, si mis papás me cacharan! El padre Carlos, en el púlpito, nos ha dicho, somatando el barandal con su puño cerrado, que nos achicharraremos de por vida si vemos revistas de viejas encueradas, si juramos en nombre de Dios en vano, si deseamos a la mujer de nuestro prójimo (¡pucha!). Si mentimos, ha dicho el padre, nos pudriremos en el fondo de los infiernos. Descubro que me he pasado la mitad de mi vida escondiendo objetos, mintiendo a los demás, mintiéndome a mí mismo, mintiendo a Dios. ¡Oh, señor!
Pero no sólo hemos sido los niños. Los adultos también, los vemos desde el balcón donde jugamos carritos. Ellos también ocultan cosas. Las mamás se enojan porque ellos andan con queridas. Y también ellas, dicen algunos en el billar, andan enredadas con amantes. Pero todo se oculta. Lo hacen a la hora que el sol alumbra y lo hacen metidos en la oscuridad, pero siempre lo hacen en escondidas, como si fuesen niños y jugaran; pero ellos no quieren ser descubiertos.
En este pueblo todo mundo juega el juego de escondidas, el juego donde nos ocultamos, donde ocultamos los objetos. Así son todos los pueblos del mundo, así son todos los hombres.
Ahora ya no somos los niños de los sesenta, ya somos los viejos del año 2012 y descubrimos que nos hemos pasado la vida ¡ocultándonos y ocultando los objetos y las acciones a la vista de los demás!
Nos preguntamos: ¿en dónde están las fábricas que hacían los mosaicos? ¡Nos las ocultaron! Un día, en la televisión, Christian Bach, la actriz Argentina más bella que llegó a estas fronteras, con una sonrisa de temperante, nos dijo que las losetas Interceramic eran la novedad y ahora todos los pisos comitecos están revestidos con las mismas losetas que hay en todo el mundo.
Un día, igual, nos ocultaron nuestro modo de hablar. Antes, los niños de los sesenta escribíamos sin pudor, con alegría, la palabra “Cotz” en las paredes. La travesura la hacíamos con el mismo sentimiento que aparecía cuando mirábamos revistas para adultos.
Ahora, mi niña bonita, nuestro lenguaje, igual que los mosaicos, igual que nuestros tejados ¡los ocultamos! y, con pena, como si fuésemos pecadores, los llevamos debajo de un manto. ¿Por qué nunca hemos podido mostrar nuestras cosas a la luz del sol? Existen, todavía algunas muchachas bonitas que siguen escondiéndose para comprar condones o para entrar a moteles. Es una pena que todo tiene que hacerse “debajo del agua”, todo “en lo oscurito”.
Por esto, mi niña, el otro día me sentí bien cuando vi un “cotz” soberano en una playera. Y no sólo el cotz sino también muchos modismos nuestros. Vi nuestro lenguaje pavoneándose con todo orgullo en el pecho de una muchacha bonita. La niña caminaba por el parque, vestía una playera roja con el siguiente letrero: “De Comitán para el mundo COTZ”. ¿En dónde conseguiste esta playera?, pregunté y ella me dijo. Fui al negocio de Julio César Culebro (frente al Hotel Hacienda de Los Ángeles). Ahí encontré un bonche de playeras con palabras que se habían ausentado de nuestro espíritu. Leyendas como: “¿Quién sos pue vos?” o “Vos todo te puede” aparecen en las playeras. Me dio gusto ver que, poco a poco, como Niurka, hablamos con nuestra verdad.
En la medida que, con orgullo, enseñemos nuestras particularidades, en esa medida le diremos al mundo que no nos avergonzamos ya más de lo que somos.
A mí, te lo juro, mi niña, me cuesta trabajo tirar el lastre. Sigo cargando piedras y complejos rejuntados desde niño. ¡Dios mío, a mis cincuenta y cinco años! Aún meto en medio de un folder una revista “Playboy”; aún me da pena entrar a la farmacia y pedir un condón; aún me pongo colorado cuando alguien me pregunta qué película compré (la llevo en una bolsa negra, porque es una película erótica). Casi estoy seguro que vos también ocultás cosas, como si ellas no fuesen parte de la vida. Yo conozco una amiga que se siente incómoda al ir al súper a comprar toallas sanitarias (¡Dios mío, en estos tiempos!).
Como los niños de los sesenta crecimos con ese tonto complejo de culpa, tal vez contagiamos a nuestro pueblo (o fue al revés) y muchas cosas de Comitán las vamos escondiendo. Ya te conté que una vez, sin darme cuenta, llegué cantando a mi casa una cancioncita que había escuchado en la escuela: “Dame tu cu, dame tu cu, dame tu cubeta de agua, para mi ve, para mi ve, para mi verde jardín” y mi papá me dio un zape soberano. Yo, inocente, la canté porque me gustó la tonada y jamás, ¡jamás!, asocié la letra con un doble sentido. Hoy lo sé, pero ahora, gracias a Dios, la escribo a la luz del sol porque sé que vos tenés la mente limpia y el corazón sin mancha.
En la medida que escondemos objetos, en esa medida nos vamos haciendo perversos. Tengo un tío que compraba el “Playboy” y lo dejaba sobre la mesa de centro de la sala de su casa. Mis primos llegaban, la hojeaban (y la ojeaban) y nunca se volvieron unos depravados. Al contrario, diría yo, son seres libres y sanos de mente (hasta donde el término lo permite, porque todos los seres humanos somos rengos del cerebro). Laurita comenta que arrastramos un complejo desde Adán y Eva: nos ocultamos, porque nos han dicho que venimos del pecado original.
Me dio gusto ver a la niña portando su playera comiteca. Me da gusto que el cotz no esté ya proscrito para el uso diario (digo, la palabra).

Pd. Somos niños de los años sesenta y Comitán apenas es un hilo de Dios sin torcedura. Somos niños inocentes, en la misma forma que nuestro pueblo lo es. Pero, debajo de esa agua limpia, hay una niebla que nos hace esconder los objetos para que no lo vean los adultos y ellos, también, esconden objetos para que no los veamos nosotros. ¿Esto es una relación limpia? ¡No, no lo es! Lo mismo sucede con nuestro pueblo: le escondemos cosas que le pertenecen y el pueblo, también, nos esconde parte de su luz. ¡Ah, nuestros complejos! Nos hacen mucho daño. Por esto, qué bueno que en las playeras podemos decir, a cielo abierto: “Soy cositía de corazón. COTZ”. ¿El ayer? Si queremos ¡está a la vuelta de la esquina!