viernes, 18 de mayo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HABÍA UN CHORRITO QUE SE HACÍA GRANDOTE Y SE HACÍA CHIQUITO




Querida Mariana: la muerte invoca el lugar común. Carlos Fuentes murió hace dos o tres tardes y las palabras negras volvieron a volar los mismos cielos. Alguien por ahí dijo que es “una pérdida irreparable”, lo dijo como si descubriera el agua tibia. ¡Un lugar común absurdo! Siempre que decimos que la muerte de alguien es una pérdida irreparable convertimos a la persona en un simple chunche. ¿Qué se repara? Se repara un objeto descompuesto. ¿Carlos era un objeto? Por supuesto que no. ¿No podemos reparar la pérdida? La muerte es una grieta en el tiempo.
¿Por qué los lectores lamentamos la muerte de Carlos? Tal vez porque al ser lectores de su obra nos sentimos cercanos al autor. Cientos de miles (¡y no exagero!) hemos leído “Aura” (a pesar del coraje sostenido de Abascal, que Dios lo tenga en su gloria impoluta). Esta cercanía nos emparenta con Carlos. Por esto, cuando en la televisión, en la radio, en el celular, brincó la noticia de su muerte, también algo en nuestro corazón ¡brincó! El martes, Dora Patricia y yo llegamos al programa de radio “Crónicas de Adobe”, que ambos conducimos en radio IMER, y al término del noticiario nacional (ya a las tres) nos enteramos de la noticia. Nos vimos y algo como una hoja seca voló por nuestros cielos.
¡Murió Carlos Fuentes!, dijo el conductor y fue como decir que “La región más transparente” también es un territorio lleno de smog y mierda. Porque, esto sí, querida Mariana, los mexicanos nos arrugamos ante la muerte, aunque andamos presumiendo que “la vida no vale nada” y en Día de Muertos nos la comemos en calaveritas de azúcar.
Murió Carlos Fuentes, pero, para sus lectores, la mera verdad, no significa una pérdida irreparable. Es una ausencia física que lamentamos, porque ya no volverá a escribir. Pero su obra continúa y continuará por los siglos de los siglos. El lazo que nos une a Carlos es el mismo que nos une con Cervantes y con Saramago, ambos escritores ¡cadáveres dignísimos!
A partir del martes, como a las doce y feria, Carlitos se unió a esa indefinible lista de cadáveres exquisitos que siguen ¡vivos y coleando en las páginas de sus libros!
El hilo que une a los autores con sus lectores es un hilo irrompible, ¡eterno!
Cada vez que abramos un libro de Carlos Fuentes lo volveremos a encontrar de la misma manera en que siempre lo hicimos. Porque, la mera verdad, Marianita, nosotros, los lectores, somos ajenos al Carlos de carne y hueso. Julio Gordillo Domínguez dice que fue uña y tierra con él (¿terra nostra?), pero nosotros jamás estuvimos ni así de cerca con él. Al menos yo no recuerdo que algún día haya llegado a casa a tomarse un vaso de limonada conmigo.
Si jugamos con su apellido diremos que Carlos tuvo el designio Divino desde siempre. Carlos es mil fuentes, mil surtidores de agua y de luz. Esa agua y esa luz siguen, están ahí, permanecen. Sus aguas nos siguen mojando y lo seguirán haciendo. Su cuerpo, hoy, es como un “espejo enterrado”, pero el reflejo de su inteligencia es territorio de nubes y de cielos.
Hoy llueve. Llueve en este territorio que es, por siempre, “la región más transparente”: ¡el espíritu! Así que ¿cuál pérdida irreparable?
La ausencia física cubre como nata a Silvia Lemus, su esposa. Sólo a ella. De la misma manera que la cubrió cuando sucedió la muerte de Carlos, su hijo, cuando, ¡Dios mío!, su hija Natasha también murió. ¡Pobre Silvia, los seres humanos somos frágiles! Mientras ella sufre, nosotros, los lectores de Carlos seguimos navegando en sus mares y en sus ríos, brincando en el chorrito que continúa haciéndose grande y chiquito. ¡Eterna vida a Carlos! ¡Eterna vida a todos los escritores, cadáveres exquisitos, que nos ponen de frente a la vida, “la hermosa vida”!