sábado, 5 de mayo de 2012

Con un respetuoso abrazo a la familia Cancino Meza, por la ausencia física de don Jorge. CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL SILENCIO ES UNA HOJA DEL ÁRBOL MÁS PRODIGIOSO Querida Mariana: “…estoy en el rincón de una cantina”. Vine a este espacio para recordar a los cantineros comitecos; pero, ya desde esta mesa del rincón, comencé a extrañarte, mucho (¿Cuándo regresarás? ¿Qué jodidos estás haciendo en Guadalajara? Regresá ya, niña bonita, por favor. Vos no tenés idea del vacío que provoca la nostalgia en un hombre de cincuenta y cinco años). “Estoy en el rincón de una cantina”, pero no bebo. En una libreta anoto mis recuerdos y te escribo, porque ahora (lejos) vos sos mi mejor recuerdo. Comitán nunca ha tenido un cantinero escritor, como si lo tuvo Tuxtla Gutiérrez. En nuestro pueblo, los cantineros más famosos se dedicaron a otras vainas. Ya te he contado que tío Tavo se hizo famoso por sus “macharnudas” y porque cuando alguien le pedía más botana decía: “Es botana ¡no es comida!”; don Tono Gallos fue famoso porque en su cantina concertaba peleas de gallos; y el dueño de “La Jungla” se hizo famoso porque siempre ponía discos de La Sonora Santanera y canciones interpretadas por Fernando Fernández, mientras su mirada se perdía quién sabe en qué horizonte (hipócrita, perdida o arrabalera, eran algunas de sus canciones favoritas. ¡Pucha!). Pero en Tuxtla, ¡qué maravilla!, hubo un cantinero que se llamó Ulises Mandujano Nájera, “El Che Garufas”, que fue un buen escritor. Como El Che siempre anduvo alejado de los reflectores donde aparecen los famosos que sí buscan la luz del escenario (como Laco Zepeda, por ejemplo) su obra no tuvo mayor trascendencia. Sus textos, como los de cualquier escritor, bambolean entre los buenos y los regulares tendiendo a malos, pero existen unos que son ¡muy disfrutables! Textos que merecerían más difusión, pero como fueron escritos por un sencillo cantinero, pues por ahí andan extraviados. Pero como no todo mundo se trepa al escenario hay gente que reconoce a los sencillos. A final de cuentas -como una vez dijo el narrador y poeta Miguel Ángel Godínez- la literatura chiapaneca está conformada por las catedrales y por las capillitas. Capillita digna, limpia, cachonda, aventurera y anti solemne es la obra del Che Garufas. Por esto, cuando vi la convocatoria del Concurso Estatal de Cuentos Ulises Mandujano “Che Garufas”, me dio mucho gusto. Sentí gusto porque un grupo de jóvenes, a través del concurso, honra la memoria de quien dedicó su vida a darle calor al cuerpo (mediante el traguito) y a calentar el espíritu (a través del juego infinito de la palabra). Porque, igual que en el templo, en las cantinas está la esencia de la palabra. A la hora que los creyentes, a coro, dicen: “Padre Nuestro que estás…”, la palabra se sublima, es como una luz que sube y se pierde en los terrenos de lo infinito; pero, la mera verdad, es en las cantinas donde la palabra muestra su mejor cara. Ah, qué bello es el lenguaje en el fogón de las cantinas. A la hora que los bolencones hablan o gritan o sollozan o mientan madres, a esa hora, la palabra se convierte en una flama que alumbra, que quema. Tal vez por esto a veces el convivio termina en tragedia. Es comprensible, los hombres estamos acostumbrados a la palabra titubeante de la cotidianidad. Cuando nos enfrentamos a la palabra desnuda, sin afeites ¡nos da miedo! Nos da miedo ver de frente el torbellino de la palabra. Por esto, algunos se duelen y responden con golpes o con balazos, en la cantina. Es tan fácil distinguir la palabra encubierta. Ahora que estamos en campañas electorales, escuchamos la palabra artificiosa de los políticos de todo México (incluyendo los nuestros: el Verde Ramírez Aguilar, el Colorado Constantino Kánter y el Amarillo Víctor Guillén). En estos tiempos, la palabra desborda, como agua en represa, e inunda todas las parcelas; en estos tiempos, la palabra extravía su esencia. Tal vez la grandeza del carácter del cantinero tuxtleco fue señalado desde su bautizo: Ulises, nombre que nos recuerda el personaje cimero de La Odisea. El Ulises chiapaneco, a diferencia del griego, no necesitó trepar a un navío para regresar a Itaca y desenrollar los hilos de Penélope. El Ulises chiapaneco abrió un bar y, de mesa en mesa, buscó su Itaca interior. Sabía que en la palabra de los bolos está el retorno al espíritu. Ahí, en las mesas metálicas, con anuncios de Sol, brinca la palabra como si fuese pepita sobre comal. De ahí, sin duda alguna, El Che pepenó las palabras que luego, como Penélope, bordó en una buena cantidad de cuentos. Hace años, querida mía, leí un cuento de El Che: “El Dandy Pérez”, un cuento que narra la historia de un oscuro empleado bancario que, en una borrachera, se le ocurre (¡pucha!) concertar un pleito a diez rounds para subir a un ring a darse de moquetazos con un boxeador profesional. Ya podés imaginar en qué termina el cuento: le dan una soberana golpiza al empleado bancario. Te cuento el final, porque, como en los buenos cuentos, el final es lo de menos. La sabrosura del texto está en la forma como lo cuenta, en el sonido de las palabras que es como la caída del agua de los chorros de La Pila. Ah, qué sabroso suenan las palabras, sin afeite, sin solemnidades, sin impermeables. La maravilla de la palabra está en la palabra que se tumba sobre el césped y recibe el sol y mira el azul infinito y espléndido. Cuando leí la convocatoria me enteré que estaba dividido en tres categorías: A, de una a tres cuartillas; B, de cinco a diez cuartillas; y C, de quince a veinte cuartillas. Ahora te pregunto: ¿quién es el guapo que escribe cuentos de quince a veinte cuartillas? Sólo el que es escritor profesional. Los que inician en el arte de la escritura escriben cuentos breves. Entonces pensé: ¡yo quiero ganar el Premio Estatal de Cuento Che Garufas! Ah, qué soberbia, dirás. ¡No, no! Era un sincero deseo para honrar la memoria del Che. Si los muchachos convocantes del concurso lo honraban con ponerle su nombre al Concurso, yo podría honrarlo, de manera permanente, cada vez que escribiera en mi ficha biográfica el siguiente dato: “Molinari es Premio Estatal de Cuento ‘Ulises Mandujano – Che Garufas’”. Entonces ideé un plan con maña. Era muy difícil que los escritores profesionales le entraran al Concurso, por la simple razón de que la convocatoria no prometía un estímulo económico (los escritores profesionales reservan su obra para someterla a concurso donde el premio promete cincuenta mil pesos o más). Estaba seguro que esa categoría tendría pocos participantes. ¿Recordás el textillo que andaba escribiendo y que -según yo- estaba destinado a ser el inicio de una novela breve? Pues ese textillo lo recorté, le di un final y lo convertí en un cuento de dieciocho cuartillas. Lo titulé: “El terremoto”. Imprimí tres tantos, los engargolé y los envié a la dirección señalada en la convocatoria. “El terremoto” (Dios es grande en su grandeza) narra la historia de un hombre que tiene un bar. Así pues, el tema también resultó un homenaje a esos hombres que pasan sus instantes adentro de esos espacios sagrados. El trabajo de un cantinero no es sencillo, requiere pasar todas las tardes y parte de las noches, atendiendo a hombres y mujeres que son ángeles que, poco a poco, pierden las alas. El trabajo de un cantinero no es grato, porque no es agradable ver cómo un hombre pierde, poco a poco, esa nube que se llama dignidad. Un buen cantinero nunca debe emborracharse, acaso convivir tantito para que no se sienta un extraño en su propia tierra. “El terremoto”, resultó, entonces, también, un homenaje a El Che Garufas, hombre que pasó muchos años de su vida adentro del bar. Ahí, sin duda, ahí, en la barra, o en la mesa metálica, El Che escribió sus cuentos. ¿A qué hora? Sin duda fue a la hora en que los bolos ya habían ido a su casa; a la hora en que alguien (¿quién, Dios mío?) levantaba los platos, los vasos, los envases vacíos, limpiaba el vómito de los sanitarios y hacía el corte y guardaba los billetes arrugados para, al día siguiente, pagar al que llevaba el hielo y los cartones de cerveza. “Estoy en el rincón de una cantina…”, pero no bebo. Desde la mesa del fondo veo a los hombres que levantan la botella y brindan; veo a dos amigos que se abrazan y se hacen confidencias (tal vez hablan de una mujer, porque uno de ellos tiene la mirada triste, a punto de llorar). Veo para otro lado, para donde está la puerta. Allá afuera está un mundo ajeno a éste; afuera camina la gente que sale del trabajo o que va de compras, algunos estudiantes ríen, bromean; una pareja va tomada de la mano, ambos ríen (sin duda están en la etapa del enamoramiento, cuando todo parece ser novedoso). Afuera hay un mundo ajeno a éste, que es como una célula aparte del Todo. Miro la calle y te extraño, ¡jodido!, cómo te extraño, niña mía. ¿Qué voy a hacer cuando te vayás a estudiar a la Universidad? ¿Qué voy a hacer? ¿Voy a venir a la cantina a escuchar esta palabra de bolo que es como un rezo, como un lamento, como un árbol que pierde sus hojas poco a poco? Nunca pensé que a mis cincuenta y cinco años yo anduviera tentaleando paredes en busca de tu presencia. Pd. Ayer dieron a conocer el veredicto: En la categoría A, ganó Roger Alcázar, con el cuento “Destello”; en la categoría B, el Primer Premio lo obtuvo Marcelino Champo, con el cuento “Perry Ellis”, y en la categoría C, sí, bonita, el Premio fue para el cuento “El terremoto”. Dios me concedió mi gusto. A partir de hoy, cuando me soliciten mi ficha biográfica escribiré: “Alejandro Molinari, Premio Estatal de Cuento Ulises Mandujano “El Che Garufas”. Y sonreiré, porque será mi homenaje permanente a un buen cantinero escritor. Espero que regresés pronto (la próxima semana, ¿verdad?). Espero que vayamos al parque, nos sentemos en nuestra banca favorita y, en medio del brillo de la tarde, dejés que yo te lea el cuento ganador. De hoy en adlente, igual que los organizadores del Concurso, honraré a Ulises Mandujano cada vez que lea “El terremoto”, cada vez que algún lector se acerque al cuento y lo lea.