miércoles, 2 de mayo de 2012

INSTRUCCIONES INICIALES PARA ESCRIBIR UN CUENTO INOCENTE

-¿Ya cerraste la puerta? -Sí. -¿Con seguro? Rosy siempre comprueba si puse seguro. Ella entra primero a nuestro cuartito, como gatito se pone en cuatro patas sobre el piso de madera del pasillo, mueve la colita y avanza con lentitud, maullando, como si quisiera poner sobre aviso a un posible ratón que estuviese escondido en una esquina. Yo la sigo, como si ella fuera la locomotora y yo el cabús del tren. Ella mueve su cabús como si fuese una de esas mujeres que vemos en las esquinas cuando regresamos del teatro, por la noche. Yo la veo como veo que los hombres miran a esas mujeres, mientras fuman cigarros y beben cerveza, sentados sobre la barda que separa la plaza del patio trasero del convento. Mis manos se apoyan sobre las huellas que ella va dejando con sus pies, enfundados en sandalias. Chucuchucu, chucuchucu, canto. Ella mueve la cola como una gatita y yo soy el cabús del tren. Chucuchucu, chucuchucu, canto, en voz baja, para que ella no vaya a descarrillar, como descarrillan los trenes en la India, donde los vagones se llenan de personas, como teteras rebosantes. Nosotros no permitimos que a nuestro tren suban los que huyen de su patria. Los durmientes son tan frágiles. Chucuchucu, chucuchucu. Entramos. El cuarto es muy pequeño, tan pequeño como la cáscara de nuez. Una vez lo medimos. Ella se acostó a lo largo y yo a lo ancho. Dos veces cupo mi mano entre su cabeza y la pared. Una vez cupo su mano entre mis pies y la pared. De este tamaño es. Nosotros somos niños de ocho y nueve años. El cuarto es pequeño, nosotros también somos pequeños, somos del tamaño de nuestro cuartito. Una vez pregunté: ¿dónde jugaremos cuando seamos grandes?, y Rosy lloró, quedito, para no despertar a sus papás y dijo que nosotros no creceremos. ¿No he visto los cipreses que circundan la casa? ¿No he visto que tienen años de estar del mismo tamaño? Nosotros seremos como cipreses. Nuestro cuartito se parece al baño de aquel hotel de Acapulco al que fuimos de vacaciones. Aquel estaba lleno de cucarachas y sus paredes con papel tapiz parecían sudar como sudábamos nosotros. Nuestro cuartito no tiene cucarachas pero tiene el mismo olor de aquel cuarto de hotel. Es muy caliente. El cuarto sólo tiene una mesa. Nosotros jugamos debajo de la mesa. La primera vez que Rosy me invitó a jugar adentro del cuartito, abrí la puerta y me topé con un muro de cartón. Ella luego me explicó que su mamá colecciona cajas de cereal. El cuartito, que de inicio estaba destinado a ser el comedor del abuelo, se convirtió en el coleccionador de cajas. La mamá usó la mesa para guardar las cajas. Llegó el momento que las torres fueron tan altas que llenaron el espacio superior de la mesa. Fue tanto el cartón de este mar que el foco se ahogó y sólo de puro instinto la mamá prendía el foco cuando metía una caja. Sólo el espacio de debajo de la mesa quedó libre. Por esto, cuando Rosy pidió permiso para que jugáramos en el cuartito debajo de la mesa, la mamá nos amenazó con retirar el permiso si tocábamos sus cajas. ¿Ya cerraste la puerta? Me pregunta siempre y yo, siempre, le digo que sí, que ya lo hice. Pero ella, siempre, desconfía y prueba con su mano si ya tiene seguro la puerta. Adentro está totalmente oscuro. Hace calor como si fuera un temazcal, como si fuera el baño de la casa de la tía Romelia, de Tonalá. Apenas entramos comenzamos a sentir ganas de quitarnos la ropa. Está totalmente oscuro, como si fuese un horno para hacer pan. Rosy mete una vela y una caja de cerillos. Cuando la puerta está cerrada ella, a tientas, busca la vela y los cerillos. A veces siento su mano sobre mi rodilla y me pregunta: ¿Acá está la vela? Su mano sube por mi muslo, lo recorre con el temblor del ciego sobre la pared. Yo cierro los ojos. No sé para qué si todo es un oscuro total, como de antes de la creación del Universo. Su mano se detiene. Ella mueve la caja de cerillos en mi oreja y ríe. Acá están los cerillos, dice. Prende uno y busca la vela y hace la flama. Con la vela de lado chorrea unas gotas de cera y pega la vela al suelo. Entonces es el instante en que debemos hablar quedo y movernos lo mínimo a fin de que nuestro viento no apague la vela, porque (es nuestra regla) cuando la vela se apaga el juego termina. A nosotros no nos gusta que se apague la vela, no nos gusta que se apague nuestro juego. Afuera oímos que María barre el pasillo. Un poco de polvo entra por debajo de la puerta. Reímos. Hace tanto calor que pensamos que estamos en el desierto, arriba de una duna y una tormenta de arena nos amenaza. No lo decimos, sólo lo pensamos. Instintivamente nos llevamos los dedos a los ojos y nos limpiamos. Ella acerca un dedo a la pared del fondo del cuarto y lo levanta. La flama bailarina hace que el dedo también juegue sobre la pared. Es la señal para que comience el juego. Ahora juguemos al gusanito y a las adivinanzas bobas, me dice, en voz baja, casi casi en susurro. Yo, apenas entreabriendo los labios, digo que sí, que ese juego me gusta. Sudo. Hace tanto calor adentro. Afuera, María sacude los libros que están en el librero del pasillo. Silba, mientras, pasa la franela sobre el lomo de los libros. Una vez a Rosy le sugerí que apagáramos la vela, que lo hiciéramos como habíamos visto lo hacían sus papás cuando, desnudos, se metían debajo de las sábanas de su cama. Lo dije en voz baja, casi casi jadeando, como oía que jadeaba la mamá y el papá, bajito, para que los niños no nos enteráramos y ella, Rosy, lloró. Me dijo que no quería ser grande, me dijo que le gustaba la luz de la vela. Pero luego vi que sonrió, se limpió las lágrimas con la manga de la blusa y sopló la flama. Todo quedó oscuro. Ella siguió llorando, bajito. Me dijo que no volvía a jugar conmigo. Abrió la puerta y, con sus pies, me empujó hacia afuera. Cerró la puerta. Yo me recliné contra la pared y esperé que saliera. ¿Me perdonas?, dije. Claro, tonto, me dijo. Pero no vuelvas a pedirme eso. Me da miedo la oscuridad. ¿Sabías que duermo con la luz prendida del velador? Y me contó que, más niña, un lobo había entrado a su cuarto, había entrado porque estaba oscuro y el lobo huyó por la ventana sólo cuando la mamá entró corriendo al cuarto y prendió la luz. Los lobos malos, osito mío, me dijo, aparecen cuando todo está oscuro. ¿Entiendes? Yo dije que sí y prometí no volver a pedirle que apagáramos la vela.