lunes, 5 de noviembre de 2012


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL REFLEJO DEL AGUA ES OTRA REALIDAD

Querida Mariana: la niña se acercó. Tenía un vestido verde, ceñido a la cintura con una cinta color blanco. Yo veía la alberca, desde un sillón, debajo de una sombrilla. Veía la alberca de lejitos. Vos sabés que no sé nadar. Las albercas, pozas, ríos y mares me provocan una especie de espanto, como si fuese niño y mi mamá apagara la luz y cerrara la puerta del cuarto por fuera.
La niña, con dos trenzas sujetas con cintas rojas y amarillas, sonrió y me enseñó su mano abierta. Pensé que pedía una limosna y haciéndome el estúpido simpático dije: “No tengo Cash. Lo siento”. La frase de no tengo cash la popularizó Zedillo, cuando fue Presidente de la República. ¿Quiénes no tienen cash, cambio, vuelto, monedas? Quienes son millonarios y no lo necesitan o los pobres que ni siquiera eso tienen. Es increíble que la carencia de monedas una a dos sectores tan opuestos: la opulencia y la miseria. Yo, gracias a Dios, ni soy millonario ni soy miserable, pero esa mañana no tenía una moneda y un billete de veinte que tenía en la cartera estaba todo roto.
La niña siguió a mi lado. Yo continué viendo el agua. Como la alberca del hotel está techada el agua apenas se mueve. El reflejo era casi casi una réplica exacta de lo estaba por encima del borde, en la otra orilla de donde estaba: dos parasoles de tela; cuatro tumbonas color azul, tela impermeable y una mesa de madera, barnizada en color caoba. Desde lejos -no sé por qué- supe que era de pino. Tenía la modestia incómoda de aquello que no es lujoso.
La niña insistió. Extendió su mano con la palma hacia arriba. A punto de enojarme vi que su mano no estaba vacía. Me puse los lentes y vi que su manita tenía un dulce. ¡Dios mío, me ofrecía un dulce, con envoltura roja, amarilla y verde! La niña de ojos cafés, quién sabe por qué, me ofrecía un dulce, a mí, que siempre tengo cara de piedra. ¿Sería como para derrumbar mis muros? ¿Un ángel enviado por quién, para qué? No sé, pero en ese instante esbocé una sonrisa y ella, agradecida, sonrió como si fuera una línea de luz sobre el reflejo del agua. Ahí me di cuenta que era muda. ¡No, no, por favor!, no preguntés cómo lo intuí. Fue algo que apareció de pronto, como un chubasco.
“Gracias”, dije. Tomé el caramelo. Ella, con sus manitas, ya en confianza, dijo que comiera el dulce. Quité el papelito y chupé el dulce. Hice bolita el papel y lo guardé en la bolsa de mi pantalón. Ella, ya más en confianza, metió su manita y sacó el papelito. Sonrió. Era como uno de esos pajaritos que chupan la miel de las flores. Con destreza, con sus dedos de sol, hizo una papirola (una figurita de origami). Los colores rojo, amarillo y verde de la envoltura le dieron el tono adecuado al pajarito que formó: ¡era una guacamaya! ¡Qué prodigio!
De nuevo, extendió su mano y me ofreció el pajarito de alas de envoltura. Tal vez el primer material para reciclaje fue la envoltura de dulces. Mi papá compraba unos dulces de “pasita” y con la envoltura “fabricaba” una corbata. Con sus dedos (de sol) doblaba la envoltura y lo doblaba de tal forma que al final obtenía una corbatía. A mí me encantaba ese juego. Siempre, al terminar, extendía su mano (igual que la niña) y me daba su creación. ¡Ah, qué río tan limpio, con una cosa tan simple!
¿Qué hacer? ¿Qué esperaba la niña que yo hiciera? Cuatro elementos estaban presentes en ese momento: el agua de la alberca, el silencio de su boca, el reflejo del agua y la generosidad de su corazón a través de su mano. Porque en su mano estaba la palabra, en su corazón estaba. Me di cuenta, niña de todos mis reflejos, que no necesitábamos la palabra. ¿Lo mirás? Siempre he privilegiado la palabra para comunicarme y ahora me daba cuenta que ella no es tan necesaria. Que los corazones pueden tocarse con cosas sencillas como un pajarito hecho con envoltura de dulce.
Me lleve la mano al corazón y luego se la extendí con la palma abierta. Ella sonrió. Supo que le entregaba una papirola. En ese instante en el pasillo apareció una señora, muy bella. “Su mamá”, pensé. La niña volvió la mirada y, con los brazos abiertos, corrió para abrazarla. Quedé esperando que ella volteara a verme para decirle adiós, pero nunca lo hizo. Dieron la vuelta en la esquina del corredor del hotel y yo, te lo juro, me quedé con una sensación de tristeza. ¡Dios mío, qué poco tiempo dura la vida! Me quedé solo a la orilla de la alberca. Sonreí. ¿Qué hacía junto al agua, yo que no sé nadar?
¡Qué bueno que no tuve cambio! La hubiese ofendido al darle una moneda. ¡Qué pendejo soy! Siempre pienso que la gente se acerca a pedir. A veces, muchas veces, la gente se acerca a dar.